Es una mujer grande, gorda, esférica, que camina con dificultad. Resoplando se deja caer es su reposera. El silencio agujereado por el sonido de los grillos y el calor de esa noche de verano, le generaban paz y un conocido insomnio. Mirando las estrellas piensa todo lo que daría por un whisky, pero que ni loca se levantaría para servirse uno. Pasa su mano por su enorme estómago y fantasea con algunos kilos de menos a la vez que sonríe pensando que, repetiría la pierna de cordero que acaba de cenar. La luna tiembla en el agua sucia de la pileta llena de lluvia. Los cigarrillos en su bolsillo le dicen que puede martillar su asma un poco más. Saca y prende uno. Una profunda pitada le da un placer que ninguna de las siguientes estará a la altura. Fuma y escucha ese amenazante silbido en el fondo de su respiración.
Siente rabia de no ser lo que quiso, de ser lo que es. Una rabia que aleja todo miedo. Que la hace fumar hasta quemarse los dedos. La luna sigue temblando en el agua y el whisky dejó de estar tan lejos. Se levanta y va a buscarlo.
Tirada en su reposera (como si, en vez de sentarse, se hubiese
arrojado a ella desde un sexto piso), se ríe al pensar en un vaso y toma mirando las estrellas. El primer trago, ya lo sabe, es insuperable. Lo acepta y sigue con los demás tragos. Un nombre le surge en los labios y como un mantra empieza a repetirlo. Sin darse del todo cuenta está nombrando a su madre. Una risa desencajada y un terrible insulto ponen fin a su voz y, un largo y asesino trago seca la botella. La luna tiembla como nunca cuando la botella le cae encima salpicando pocas gotas y casi nada de ruido. Embrutecida por el alcohol y los pensamientos se deja vencer por un inesperado y pesado sueño.
A la mañana siguiente un impiadoso sol la despierta sin delicadeza. Lo primero que ve es la ausencia de la trémula luna en la pileta y los cigarrillos al alcance de su mano. Sabe que si se apura también llegará tarde. Insulta a su madre de forma prolija, ofensiva y con un amplio repertorio de las más soeces palabras que puede haber. Piensa que llegar tarde es lo mismo. Se le ocurre un chiste y con cierta vergüenza lo despeja de su mente. Cuando llega todos la miran, como si la resaca fuera tan visible, o la impuntualidad, en estos casos, un pecado irredimible.
Al cajón no lo volvió a ver. Su asma está fuera de control. Necesita más que nunca su reposera, su luna y demás cosas para poder mantener su cordura o su locura. Necesita seguir, así que la insulta en voz alta y, cuando todos la miran, siente el bendito desahogo. Insulta otra vez pero ya sin fuerza, ya sin necesidad. Entonces se da vuelta y vuelve a su íntimo luto.