La pieza olía fuertemente a Vick Vaporub. El silencio y, sobre todo, el fresco contrastaban con el infierno de afuera. Entré con miedo a saludarlo y me senté lentamente pero sin abandonar mi torpeza, pues con el codo empujé uno de los tantos pastilleros que decoraban la habitación. No hizo tanto ruido pero sí suficiente para que él se despertara. Me miró fijo unos segundos con mirada ausente, sin vida. Cuando detrás de esos ojos volvió a estar él, carraspeó y saludó. Con mi sensibilidad de cavernícola esquivo su mirada y a penas lo saludo. Siempre sentí algo repelente hacia su persona. Y cada palabra amable mía llevaba cierta dosis venenosa de ironía que nunca pude contener. Con un movimiento lento y preciso tomo el control y apago el aire acondicionado. Al minuto el calor era insoportable. Un silencio pesado como palpable hacía difícil cualquier comentario. Sin embargo, dijo:
—Sabía, hijo, que ibas a venir.
—Yo no —contesté mirando con bronca al aire acondicionado. Verlo demacrado, abandonado, pagando a una mujer para que con muy mala gana lo cuide, me tendría que dar tristeza. Él que se llevaba a todos por delante, con tanto vigor, con esa presencia notable y que yo tanto temía. No sé si por mis afiebradas lecturas o por un odio creciente, pero era indudable que flotaba en el ambiente un aire a novela negra. “Ponerle fin a su vida era piedad, no asesinato”, murmuraba mi pasado en mis oídos. Con un movimiento rápido y torpe agarré el control del aire y se me cayó. Cuando terminé de acomodar las pilas lo prendí. Ese aire postizo, artificial, me secó de inmediato las gotas de mi frente y desató una tos peligrosa a mi padre. “Cuántas cosas buenas puede hacer un poco de aire fresco”, pensé.
—Apagalo, por favor —dijo y creo que nunca lo escuché pedir algo bien. Tentado a que se congele y se ahogue con la tos, lo apagué y me fui.