Apuntes de hombres tristes

Anselmo

—Si el mendigo está parado y hablando con alguien, no le darán monedas —dijo Anselmo, acariciándose su barba nazarena, sentándose y entrando en un mutismo repentino que creía casi obligatorio para su economía. Su compañero, el “Rengo”, ni sorprendido ni enojado, apenas saluda bajito y se dirige a la otra esquina a seguir mendigando. 

Ya solo, saca su libreta y anota: “No me gustan los días lindos, ni los siempre contentos”. Guarda la libreta y ve cómo dos pibes empujan un auto. Haciéndose el desentendido, toma un papel sucio del suelo y torpemente anota: 

“Frenar así es decir basta”

Hay una escena triste, precaria, y es un grupo de personas (no más de tres o cuatro) empujando un auto. El conductor, con visible participación en el asunto, empuja apoyando una mano en el marco de la puerta abierta y la otra en el volante, expectante a la lenta velocidad apenas creciente. Cuando cree (acá se juega el respeto de los sudorosos voluntarios) que está en la apoteosis del asunto, con un saltito un poco ridículo toma posición e intenta arrancar su auto: solo unos corcoveos y nada. Se baja y, con un grito de “¡Vamos!”, pide disculpas y empieza la resurrección. 

A máxima lenta velocidad da el saltito pero tiene que frenar por un semáforo que nadie tuvo el reparo de ver. Frenar así es decir basta. Todos lo saben, todos lo dicen, nadie habla y, claro, todos se van. 

Levanta la cabeza y ve que los que empujan el auto están bastante lejos. Hace una pelotita de papel con lo que acaba de escribir y cuando lo tira se da cuenta de que no todos se van: el dueño del auto se tiene que quedar. Pero ya no tiene ganas de seguir anotando ni ese papel puede más. 

Le molesta que en sus anotaciones queden cosas sueltas, que no sean creíbles.

Hay muchas cosas que le molestan, no enumerarlas es una. 

Saca la libreta y anota: 

“Cosas que molestan”

A veces veo a alguno que, mientras le estoy hablando, mueve los labios como haciendo la mímica de lo que estoy diciendo. Son estas misma basuras que también miran el vacío mientras uno intenta contar algo interesante o gracioso. 

Están esos indignos, con su repugnante y cuidado egocentrismo, que apenas uno les cuenta una desgracia cotidiana, aparece una peor, contada en primera persona por ellos, y esperan que nos solidaricemos. Insoportables que llenan todo con sus vacíos.

Están los que (por lo general son parientes), cuando se repite una acción, uno sabe en su interior que van a decir tal cosa y lo dicen. Eso es lo terrible: ¡lo dicen! Y nos invade un tedio asesino, algo difícil de explicar pero tiene olor a muerte. Lacras a las que se les terminó la vida antes de que mueran. 

Verdaderas escorias, engendros, que nos cuentan sus días solo para memorizarlos, y cuando contamos algo, más por propia incomodidad que por interés, nos cortan y siguen con sus miserables recordatorios. 

Podría seguir escribiendo si no fuera por el dolor en su muñeca y el frío que ya empieza a apretar y, todavía no sabe dónde va a pasar la noche. 

Las opciones son las mismas y la elección, también: debajo del puente. 

El llamado “puente de la muerte”, nombre que se ganó por ser el predilecto de los suicidas. Ya acomodado, los ojos se le cierran a la vez que empieza su fantasía y sueño recurrente: estar en un popular programa de televisión brindando un reportaje con toda la audiencia expectante. Él, el actor del momento, revelando sus intimidades.

—Dígame, Anselmo, ¿qué relación tiene con el dinero?

—Dedico gran parte de la vida a obtenerlo.

—¿Cree en los milagros?

—No, pero suelo contar con ellos.

—¿Pero… es creyente?

—A veces.

—¿Qué lo enoja?

Ya sabe lo que va a contestar, puede hacer frases largas sin pensar. Pero decide en ese mismo instante y ante las luces de la cámara cambiar, darle un poco de vértigo a su momento. 

—Me enoja cuando escucho un contestador que dice “marque uno si quiere abonar la cuenta o, de lo contrario, espere y será atendido”. Me quedo insultando al aire y preguntando: ¿lo contrario de marcar uno es esperar y ser atendido?

—Es una convención de esas en las que, creo, estamos todos de acuerdo —dice el periodista, algo incómodo por la rareza de la respuesta.

—A mí las convenciones me importan bien poco, yo vivo como quiero. Y eso me parece una estupidez —contesta y la gente que estaba en el piso viendo la entrevista rompió en aplausos, mientras un sol impiadoso con rayos prepotentes le hacía abrir los ojos pese al inútil esfuerzo por no abrirlos. 

Una vez despierto, siente una ambigua satisfacción de haber contestado bien. Aunque cree que, en la próxima entrevista, tiene que ser más vehemente en sus respuestas y explicar menos. Se pone de pie, toma su cintura en la parte lumbar y se inclina para atrás todo lo que puede, estirando lo que sea para que no duela tanto. Camina pensando posibles preguntas y mejores respuestas para su próximo sueño. Cuando llega a su esquina ve que el Rengo está sentado ya en posición para empezar el día. Sabe que, de decirle algo del tipo “Dos no causan tanta lastima”, el Rengo mantendrá ese insistencia de la niñez o, en este caso, de la vejez. Anselmo lo conoce bien, y no tiene dudas de que la otra vez se fue en silencio a rumiar cosas que dirá si lo vuelve a echar, argumentando alguna pavada. Se saludan con palabras dichas casi sin pensar, empujadas por la rutina.

—¿Cómo andás, Rengo? ¿Te duele?

—Bien. Acá ando. “Ando” es un decir. ¿Volviste a soñar?

—Nada de sueño, estoy en blanco —mintió Anselmo. 

—Nos quedamos callados así ligamos unas monedas —propone el Rengo. 

A Anselmo le molesta que le proponga (como si fuera idea del otro) quedarse callado para inducir la generosidad del prójimo.

Entonces sin contestar se sienta y saca su libreta. El Rengo sabe que cuando hace eso no le va a hablar por al menos media hora.

Anota:

“Palabras por las que saldría corriendo”

Cuando alguien dice “como yo siempre digo” o “no me canso de decir”… ¡Insoportable! Imagino que cada vez que tocan cierto tema el tipo va a decir eso, y uno no puede dejar de sentir un tedio asesino. 

Se tiene fe y se cree que no lo va a decir; que quizás el universo tenga algún sentido. Pero no: lo dice. Entonces nos morimos un poco más. Y para completar, o reforzar, tenemos una variante y es: “Como mi viejo decía”. Queriendo homenajear y es al revés. 

También están esas palabras que la van de exóticas por ser dichas por un viejo pelado y barbudo, sin más vestimenta que un tipo de pañal medio sueltito, y al pie de la desagradable imagen la siguiente leyenda: “Un sabio dijo…” y ahí, una gilada con pretensiones de profundidad que no llega ni a lo superficial. 

Está el: “A vos te gustaría” y comenta algo que no le gustaría a nadie, y espera dilatando el momento, que uno conteste y caiga en su miserable e infantil humillación. 

Termino con esta obscenidad: “La música es cuestión de gustos”. Creo que el insulto es el cadáver del argumento, así que prefiero dejar en silencio semejante blasfemia. Quizás se pueda hablar de gusto cuando realmente se está hablando de música, pero no toda lo es. O no suele ser cuando aparece dicha frase. 

Ah, me acordé de una más, perdón por hacer tan largo algo que no merece la pena ser leído ni escrito, pero ustedes no tienen de amigo al Rengo.

“Sobre gustos no hay nada escrito”. Solo digo que nunca vi un solo libro que no estuviera escrito por puro gusto.

Se guarda la libreta con la incómoda sensación de repetirse en sus escritos. 

El Rengo

Algún día le va a mostrar a Anselmo que él también escribe, que también tiene fantasías aunque nunca las llegó a soñar. Nota a su amigo cada vez más triste y callado, o quizá sea bronca contenida y muy profunda en su alma. Se acuerda cuando pasó esa mujer que le dio un billete de los grandes y Anselmo le dijo;

—Es su obligación ayudar, ¿o espera que le agradezca?

La mujer ni lo miró y menos escuchó, pero el Rengo sintió una vergüenza infantil ya casi olvidada. Cuando su amigo cambie el humor tiene pensado leerle algún intento de poema que escribe cuando no puede dormir. El último que tanto no lo avergüenza y lo practica en voz alta es: “De noche”

Prometí no más whisky barato.

Olvidarte no solo de a ratos.

Prometí comer no solo por comer.

Simular no estar preparado

si decidís volver.

Prometí dejar de fumar.

Pero con tanta ausencia,

cedo a una mentira más.

Prometí dejar el juego

justo ahora, que la

creencia popular

me invita a ganar.

Prometo, miento. 

No estoy a la altura.

Salto o trepo,

siempre caigo, nunca llego

Se siente muy identificado con esas noches de grandes promesas, y los días que prolijamente y sin falta incumple. Y un pesado desasosiego que lo acompaña hasta que se acuesta y todo empieza otra vez.

La tarde que llovía esporádicamente estuvieron al reparo de un techito, sin importales las monedas. Anselmo estaba muy callado, lento y pensativo, como quien hace cuentas mentales. El Rengo lo miraba con la expresión de quien está por preguntar algo, pero también se mantenía callado. 

Rompiendo el mutismo el rengo dice:

—Tenemos que editar.

—Pensás que gritando te van a dar algo de guita, ¿estás loco?

—Editar, que editemos digo. 

Anselmo lo mira, niega con la cabeza y vuelve a sus secretas cuentas. El Rengo toma ese gesto más como un desprecio que como una negativa. 

Al rato, como impulsado por una descarga eléctrica, Anselmo dice:

—¿Editemos? No sabía que también escribís.

—Algo —dice el Rengo, lacónico.

—Bueno, léeme algo de ese “algo” —lo apura Anselmo.

—Te puedo leer sobre un comentario que alguna vez me hizo mi hija —dijo el rengo quitando toda posible expectativa. 

—Dale. Léeme algo que, si me gusta, invito la comida.

El Rengo sacó de entre sus papeles uno que alisó contra su pantalón; lo miró inquisitivamente y, cuando quedó conforme, leyó:

“Un comentario”

“Los monstruos no existen pero asustan”, 

me dijo mi hija, 

con voz trémula y gravedad infantil. 

Me sonreí sin subestimación ni entendimiento.

Ahora que pasaron los años, creo haberla entendido. 

—Me gusta —dijo Anselmo y fue por el almuerzo. Leberwurst, pan y un jugo con aspecto a agua sucia (el vino ahuyenta como nadie las monedas). Comieron despacio mientras la lluvia seguía indecisa. 

—Si te gusta, hacelo porque sí. Lo demás son pavadas, puede funcionar pero no es lo importante —dijo Anselmo, sacándose las miguitas de pan de su espesa barba. 

—Lo dije sin pensar, pero ahora me hiciste acordar de un diálogo que escribí hace poco. Te lo leo y, si te gusta, solo decímelo. Postre no quiero. 

“Pura mentira”

—El amor es pura mentira pero funciona —sentenció mirando al piso.

—Coincido —me apuré a decir sin saber lo que decía, mirando al techo.

—Sigo por los chicos, de lo contrario sería un infierno —confesó levantando los ojos y buscando mi mirada nerviosamente.

—¿Y ahora qué es? —pregunté sin intención e inmediatamente me di cuenta, como quien se olvida de algo en el horno, que mi falta de atención se apoyaba y empujaba cada vez más el puñal en sus sentimientos. 

—Eso es… una familia que funciona —dijo y casi sonrió. 

—Me gusta, me gusta —repite en un murmullo reflexivo Anselmo, cuando la lluvia cesó por completo—. Ahora es mejor separarnos y hacer algo de plata —sugirió, sin salir del tono ensimismado. 

El Rengo se va a su esquina no sin cierto orgullo por el buen recibimiento de los textos leídos. Se sienta debajo del árbol a soportar el gorjear de las palomas. 

Vencido por la modorra que le produjo el breve almuerzo, más el monótono sonido de las aves, duerme. Una fuerte bocina de barco le hace abrir los ojos el tiempo que está duro. A la media hora se levanta entumecido. Sabe que no se puede caminar más despacio sin entrar en lo ridículo, o en las miradas desconfiadas de los demás. Con ese paso y con resto de sueño en la cara, llega a lo que alguna vez fue su casa. La mira y piensa en el casino, en Micaela, y otra vez en el casino. Las imágenes se imponen y se le llenan los ojos de lágrimas. Como un bálsamo piensa que si no le pasaba lo que le pasó, seguramente no hubiese conocido a Anselmo y menos esta manía de escribir. Pasó su mano por la puerta y a penas se contiene de tocar para pedir permiso y mirar cómo está decorada, amueblada, si mantienen el jardincito del fondo. Se sonríe con tristeza y encara para el puente a buscar a su amigo. 

“Tomar a pedir”

Anselmo es flaco y no sin algún desgarbo en sus movimientos. El lumbago es su calvario diario; la tendinitis en las muñecas, los motivos de sus muecas cuando escribía, y quizás aportara también esa inexplicable y poco acertada rabia en su prosa. De chico sufría toda clase de pesadillas, ahora no es exagerado decir que puede elegir con qué soñar: cambió los tormentos oníricos por uno de sus pocos e íntimos placeres. Lo ve llegar al Rengo y piensa que éste le saca una ventaja con el tema de pedir, aunque la renguera no se ve estando sentado. Se sonríe ante semejante estupidez cuando el Rengo le dice:

—Siempre es bueno encontrar a un amigo contento. Encima tengo una noticia que seguro te gustará. Me dijeron de un lugar donde dan algo de comer y pieza donde pasar la noche. Hoy vamos a ver como es todo —propone. 

La pieza no era gran cosa; la comida, menos. Pero tomaron mates y eso justificó todo. La cama estaba húmeda; las paredes mostraban rastros brillantes de caracoles o babosas; y el ruido a ratas que tanto conocían no los dejaba dormir. Sentados en las camas y en la penumbra no tuvieron que hablarse. Cuando estaban a punto de salir tomaron prestado para siempre un termo y un mate. El Rengo era ligero a pesar de su apodo y Anselmo no se quedaba atrás. Llegaron al puente agitados y nerviosos como si hubiesen robado la Gioconda

La imagen del Rengo corriendo a esa velocidad como un enloquecido participante de murga, causaba en Anselmo una mezcla de gracia y libertad.

—Quiero más de esto — dijo Anselmo con la vista fija en el termo y el mate.

—Bueno, esperá a que recupere la respiración y cebo —dijo el Rengo un tanto confundido. 

—No es eso —se apuró en aclarar Anselmo—, es sentir la adrenalina del peligro, de sentirse vivo o al menos no tan apagado, tan pasivo. 

—¿Qué decís si tomamos el Banco Central? —bromea el Rengo.

—Por ahora tomemos mates. Es solo que sentí un algo que pensé irrecuperable. 

“El bloqueo de un escritor mediocre”

Anselmo le propone al Rengo que escriba algo que merezca ser editado. Saluda y se va. El Rengo acepta, un poco inquieto. Chupa la bombilla hasta más allá del rezongo que el mate hace en su final. Mira el vacío mirando la hoja y no sale nada. Busca en su infancia y encuentra apenas un recuerdo nebuloso. 

“Una muerte”

El pájaro canta, las horas se mueren y un tiro

infame lo descuelga del cielo.

Cae el dolor, de la boca a mi papel.

Y el ave al suelo, con un ruido apagado,

sordo, silencioso. Que solo escucha un niño 

que ríe, y acomoda la gomera en su cuello.

En su infancia. 

Lo lee, niega con la cabeza y lo descarta. No le encuentra ni elegancia ni sentido. Se siente viejo y ni un mate tranquilo puede tomar, sin que le suba un fuego por la garganta. Busca en su bolsillo una bolsita con bicarbonato; disuelve un poco en agua y toma como si se le fuera la vida en ello. Un eructo incontenible, sonoro y aliviador, más un amueblado y prolijo insulto, lo dejan tranquilo. 

Se mira en un espejo muy sucio y ya no sabe si los ojos húmedos son lágrimas indecisas de la vejez o de la tristeza. Intentando la última gota de optimismo, escribe: 

“Mis escapistas”

Siempre hay unos cuentos agazapados

en cada esquina, de ambos lados.

Cuando miro de reojo a alguno, disimula.

Y si no anoto rápido lo pierdo, quizás para

siempre. Si lo veo de frente, trato de ser

digno, y escribo. Creo haber atrapado

la sombra de alguno. Pero las esquinas no

paran y ellos se renuevan, 

como mi porfiada ilusión.

“Bien, bien” se repite, eso necesitaba para saber que no está a la altura, que no puede con lo que su amigo le propuso. Y que hay cosas que solo se hacen porque sí. Aunque para qué mentirse si sabe que algún día editará, solo para darle un refugio a sus cuentos. 

“Dejó de buscarlo, 

dejó de estar perdido”

Anselmo se siente apagado teniendo todo lo necesario para ser feliz, (como si eso fuera posible o garantizase algo): un trabajo al cual le dedicó seis años de facultad y que le resultaba sencillo y ganaba bien; una mujer que quería y por la que se sentía querido; casa propia; pero… no. Buscaba sin saber bien qué, intentando sentir un poco de bienestar, dejar de ser un autómata. Con la rutinaria eficacia que le daba el alcohol para maquillar su apatía fue que empezó a beber sin control alguno.

Primero abandonó su trabajo, después lo abandonó su mujer. Mientras mantenía una pasividad enfermiza, sin intentar retener ni un ápice de su vida, se dejó llevar y vendió la casa. Así, con lo puesto y algún bolsito con ropa, pasó su primer día en la calle —o, para decirlo mejor, en una plaza, sintiendo un vértigo que lejos estaba de esa pasividad de muerto que llevaba. Como siguiendo un invencible impulso, anotaba todo lo que le parecía que debía contarse. Se sentía pleno comiendo lo que la gente le daba, y ya no buscaba, ya no bebía, solo escribía. 

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