Barras de chocolate

—Nunca había fumado tanto —dijo Tito mirando al vacío.

—¿Cuál será verdad de todas las pavadas que decís? —acusó Julio, tratando de hacer burbujas con su saliva. 

—Ésta —murmuró Tito tomándose los genitales. 

Ya no tenía ni fuerza para sus chistes. Todo era languidez, tedio repetido como es el aburrimiento más profundo. Alguna vez pensó que lo que decía se aguantaba de pie por más que lo saquen de contexto. Ahora ni su amigo del alma le cree. Lo mira intentado expulsar globitos y siente que su vida se acabó.

“Nos oxidamos en la penumbra de nuestra domesticidad”, pensaba Tito mientras recordaba esos tiempos que mientras los vivía, nunca había sospechado que iban a ser los mejores recuerdos. Al menos, no iba a recordar recuerdos anteriores.

Serpenteaba la emoción en su panza cuando pasaba por situaciones. Ahora solo le provocan reafirmar ideas oscuras. 

—No te enojes, es solo que te noto muy callado —pidió Julio pateando una piedrita. Tito se sumía en silencios largos sin importarle quién estuviera a su lado. La noche caía y los dos apoyados contra un árbol seguían fumando.

—Muchas veces supe que lo que me decía era cierto pero no podía créele, y solo una vez comprobé que me mentía en una tontería cotidiana, y todo se cayó —dijo Tito, un poco sorprendido por el sonido inverosímil que hizo la piedra pateada por Julio al pegar en una puerta de chapa.

Desde siempre ese ocio improductivo les producía un indecible placer. Pero ahora sentían una amargura que no terminaban de compartir. 

—Pero ¿te parece suficiente razón para dejar la relación? —preguntó Julio con genuino interés, mirando hacia la puerta de chapa que se abría lentamente.

Una anciana con cara rosa chicle, un vestido floreado, estiraba sus dos manos trémulas ofreciéndoles barras de chocolates. Tito y Julio hipnotizados como insectos que se acercan a la luz, caminaron en dirección de las barras. 

A la mañana siguiente Julio estaba durmiendo en las piernas de Tito, los dos casi tirados en un banco de cemento. Un policía los llama con una bronca vieja, reprimida. Los dos se acomodan torpemente como película muda.

—No hay lugar para ustedes en esta comisaría ni nos interesa llevarlos a ningún lado así que vuelen de acá —dijo y escupió cerca de ellos. Cuando estaban saliendo agregó: 

—Agradezcan que el soldado no apretó el gatillo cuando ustedes dos, payasos delirantes, le acariciaban la punta de su escopeta. 

Ya en la calle no hablaron de nada, lo único que querían en la vida, y ahora sí coincidían, eran unas buenas y sobre todo verdaderas barras de chocolates.

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