Hoy no puedo
pero mañana empezaré
a olvidarte.
Las calles estaban sucias y desoladas, como si hubiese pasado recientemente un carnaval. Me sentía solo y el paisaje acompañaba. Sentía la injusta soledad sin culpables que es el desamor. Su cara que vuelve con la última conversación y, esa mueca que tanto me enamoró. Vuelvo a momentos alegres vividos y ahora todo tiene una sombra de tristeza. Peregrina idea de lo que pudo haber sido, certidumbre de dónde estamos. La vida avanza y se lleva puesta las dudas y, nos quedamos de cara a la pared, pensando que ahora sí queremos, pero ya no se puede.
Caminé hasta llegar a la estación, compré un boleto y subí. Viajé casi toda la noche. El chofer tuvo que llamarme y darme pequeños empujoncitos para despertarme. Bajé atontado, entré al primer hotel que vi. Me tiré en la cama con los músculos entumecidos. Dormir en cualquier hotel, de cualquier ciudad me daba un desamparo acorde con mi estado de ánimo.
Un sol mañanero se cuela prepotente por entre las insuficientes cortinas. No aguantando más esa incomodidad me siento en la cama. Salgo del hotel y busco un bar. Entro en uno sombrío, fresco, con un piso de material húmedo, mesas rústicas con manteles de hule, dos ventiladores de techo rezongando en su lentitud. El mostrador largo y marrón mostraba botellas, copas, caja registradora y un gato que dormía ajeno al mundo. Me acerco y acaricio el cuerpo eléctrico del animal que me mira y maúlla. Una mujer obesa con vestido floreado, corre una sábana que hace de cortina y, me saluda mirando al gato que busca mi mano exigiendo más caricias.
—¿Puede ser un café? —pedí.
—Sí —dijo la gorda lacónicamente y desapareció detrás de la sábana colgada.
El gato ya me estaba incomodando, cuando escucho que alguien grita detrás de mí
—¡Mandinga! —una voz de orden, de llamado pero no de enojo. Me doy vuelta a la vez que el gato sale corriendo y lo pierdo de vista.
—Ya no lo va a volver a molestar —me dice un viejito mostrándome una sonrisa desdentada. Agradezco y la gorda me lleva una gran taza a la mesa, dándome a entender que en el mostrador no la podía tomar. Acepté el lugar que eligió la señora y me senté. El viejo besó a la gorda en la boca y, no pude dejar de imaginarlos desnudos en la cama. Sacudí mi cabeza y me dediqué a la taza. Estoy seguro de que, de probar agua sucia, no diferiría mucho del café que estaba tomando. El gato descaradamente se sube a la mesa y, ronroneando busca mi mano para que lo acaricie. No sin malicia lo empujo, cae y vuelve a subir con más ímpetu. Dejo un billete que sé que cubre el costo de esa especie de café, y salgo. Camino casi una cuadra con el gato maullando a mi costado. Me doy vuelta decidido y le pego una patada que lo tira casi dos metros. Vuela con las patas muy abiertas y gritando, cae y sale corriendo.
La dejé de querer, se lo dije y, nos separamos. Ahora estoy acá pateando gato, tomando café horrible. Me muevo como un autómata, el desamor me desarmó, Y lo más ridículo, son estas ganas de saber de ella.