Eso decía su madre que decía su madre: “Si la ficha es cara y lo que está en juego no vale gran cosa, lo más probable es que la ilusión sea que ganaste por propia habilidad o suerte. Pero la verdad es que el procedimiento es un mero tramite. Todo está lo suficientemente pagado. Ellos también juegan, pero con nuestra ingenuidad. A veces los dos sabemos de qué se trata el tema”.
Como ese convenio de la publicidad, donde la mentira es un pacto que se acepta. Y así el amor se desliza, se transforma, va y vuelve sin que lo sepamos.
Y así hablar con familiares, amigos o lo que sea. El pacto es decir una parte de lo que pensamos (la parte de color) y que nos digan a su vez, esa parte. Rara vez aparece un ápice de la otra parte y lo más seguro es que aparezca la discusión o la relación genuina.
Entonces, guardando el secreto, mi hija ganó menos peluches de lo que merecía y más de lo que esperaba. Así, con las manos sin dar abasto y levantando a cada paso algún peluche, llegamos al departamento (el departamento de mi suegra que usa solo algunos días en verano) y después del furor que genera contar el haber ganado, (a la madre y hermano) empezó la incomodidad de no tener Internet. Antes que me lo pidan con esa verdadera desesperación que piden los chicos, toqué la puerta del piso de enfrente.
Abrió una persona bajita de musculosa negra y bigotito, con un fuerte aire a Freddie Mercury, aunque un poco desmejorado
—Hola —dije, y antes de que contestara me largué a hablar—. Perdone las molestias —es raro que a lo largo de mi vida nunca pedí disculpas y ahora la pido casi como un formalismo. Y seguí—: Quería saber si ustedes tienen wi-fi.
¿Por qué dije “ustedes”? Nunca lo sabré.
—Si —contestó lacónico.
—Mirá —empecé con una soltura que ya no tenía—, estamos con mis hijos y mi señora pasando unos días y no tenemos Internet, ¿quería saber si podrías compartir el tuyo?
Entre el silencio y la inquietud de mi vecino agregué;
—Si querés colaboramos con algo de plata, digamos… mil pesos —dije para apurar su contestación sin dejar de ser amable.
—Me parece bien —dijo, anotando la contraseña en un papelito.
—Yo lo compartiría gratis —deslicé no sin cierta repentina bronca.
—¿Te parece mal poner algo de plata? —dijo sin levantar la vista del papelito
—No, pero yo no lo haría.
—¿Entonces haría lo que está mal?
—No, bueno sí. En realidad no sé. Dame la contraseña y tomá la plata —dije, confundido y súbitamente apurado.
Entré y dejé el papelito arriba de la mesa. Todos me miraron esperando algunas palabras. Al notar mi silencio y empujados por la ansiedad, compartieron la clave con una cordialidad que nunca les noté. Los miraba recostado en la cama sin dejar de pensar en mi vecino.
Si bien vamos todos los veranos a ese departamento (odio sin remedio la playa y su gente pero no a mi familia, por eso acá estoy), nunca me acostumbré a sus ruidos; ascensores, puertas que se cierran violentamente, sonidos de pasos o muebles que son corridos, voces que se apagan a medida que se alejan o que dan ganas de callar a medida que se acercan. Lo común de los edificios. Y así, desvelarme no era infrecuente.
En lo cotidiano pensaba que una especie de apocalipsis era quedarse dormido después del trabajo hasta la hora de tener que volver a ir. Ahora daría cualquier cosa por dormir todo el día, por más que siempre despierte en el trabajo.
En una noche de invencible desvelo escuché a mi vecino gritar en una discusión de creciente violencia. Puse al máximo el ventilador tratando de silenciar aunque sea los insultos. No pude más, y antes que alguien se despertara toqué con unos golpes urgentes pero tímidos, la puerta de mi vecino.
La cara de Freddie estaba desencajada y en la mano tenía un cuchillo de mango blanco, esos de tipo carnicero.
—Hay ruidos que no dejan margen a la duda. Son ratas, por más que uno las niegue ¿no? —dijo y pasó la hoja del cuchillo por el pantalón.
— Bueno veo que la ha cazado —dije mirando cómo manejaba el arma. Y agregué, con tomo de reproche—:Ya su mujer no gritará tanto.
—¿Qué mujer? Yo vivo solo.
De golpe entendí, no sin cierta violencia, la expresión “me corrió un frío por la espalda”. ¿Por qué negar la existencia de su esposa?
—Bueno, perdón no le pregunté qué necesita —dijo mi vecino, sin notar o pasando por alto, mi perplejidad. Sabía que podía estar en las puertas de un crimen y mi cuerpo así reaccionaba.
—No nada, está bien, era solo por los ruidos —dije, y sin esperar saludo me fui.
Me acosté con la certidumbre de conciliar el sueño. Si bien seguía un poco nervioso, esperaba que el silencio hiciera su efecto y pudiera dormir.
Uno hace planes, por modestos que estos sean (dormir era el mío). Luego está la realidad. Creo que llevaba dormido unos minutos cuando escuché estas absurdas e inquietantes palabras: “Necesito matarte”. Me senté en la cama sin despertar a mi esposa que, ajena a todo mi desvelo, seguía en un sueño que ya hubiese pagado yo por tener. Dudando de mi audición me acerco a la puerta y vuelvo a escuchar esa extraña necesidad. Creo que de no tocar la puerta de mi vecino y ver qué pasa, seré cómplice (aunque improbable) de ese asesinato.
No soy religioso, ni fanático de la moral, hasta creo que podría cargar bien con algunas culpas, y sin embargo ahí estaba. Esperando que una caricatura asesina de Freddie Mercury me atendiese.
Abrió vehementemente la puerta y preguntó:
—¿Qué pasa, hombre? Ya estaba casi dormido —dijo con ademanes nerviosos que hacían pensar que mentía.
—Bueno es que los gritos… pueden asustar a los chicos —balbuceé.
—Son muchos pisos, amigo, ¿por qué se empeña conmigo? ¿Quiere la plata de Internet? —preguntó, acusando absurdamente.
—No, no es eso. Perdón, es que escuché clarito… Deje. Olvídelo.
Y otra vez me fui rápidamente.
Sin dudarlo voy al pastillero de mi señora y me tomo dos pastillas para dormir, a ella nunca le fallan y solo toma una.
Me despierto a las tres de la tarde con una resaca de internación.
Miro a mis hijos y a mi señora que me miran como si hubiese vuelto de un coma.
—No te quisimos llamar. Dormías muy profundo. Daba miedo despertarte —exagera mi esposa y me mira con cara de asombro.
—¿Qué son esos ruidos? —pregunté al escuchar una variada cantidad de voces en el pasillo.
—No sé —dijo mi esposa ya sin mirarme y con aire de indiferencia matrimonial.
Abro la puerta y unos policías salían de uno de los pisos contiguos al nuestro. Sin tener idea de lo que pasaba y sin ánimo de preguntar, entré a desayunar. Mi familia salió a la playa y yo me quedé por sentir una pesada somnolencia que a decir verdad no era tan pesada, pero sí buena excusa para saltearme un día de playa. Prendo la tele y pongo las noticias (no me gusta verlas con mis hijos) y me quedo de piedra cuando aparece el edificio donde pasamos las vacaciones y el título que dice: “Hombre asesina a su mujer con un cuchillo”.
“Podrían dar el dato que era del tipo carnicero”, pensé con morbo y nervios.
“¿Los crímenes pasionales son parte de la inseguridad?”, me preguntaba y pensaba pavada de puro pánico que sentía por poder haber hecho algo.
“¿Soy cómplice? Mejor me voy a la playa”, digo casi en voz alta, mientras ataba la bolsa negra de la basura. Antes de salir, abro la puerta donde todo el piso comparte un cuartito para poner las bolsas y veo, sin ninguna distorsión de la imagen, que una de las bolsas tenía una enorme rata. Intento desatarla y termino rompiéndola. Veo la rata ya sin la bolsa y con un notable corte en la parte del lomo, hecho sin dudas, digo, ahora sí en voz alta, por el cuchillo de un carnicero. Nunca, y lo tengo claro, nunca disfruté tanto de la playa.