El silencio excesivo hace más fuerte este deseo de abolir todo deseo. Acostado boca arriba en mi cama y en perfecta oscuridad, los pensamientos sin permiso entran. Busco la paz, la tranquilidad, pero solo son imágenes que me lastiman y se van. Me levanto y salgo descalzo al patio, camino por un colchón de agujas de pino. Siento que no necesito nada para seguir viviendo, que puedo deshacerme de todo aquello que no desechaba, porque si bien no lo usaba no era para tirar. Entro a mi casa, me calzo y subo a la terraza. El paisaje es de abandono; un recinto aéreo de: esqueleto de bicicleta que apenas recuerdo haber regalado a mi hijo; una silla de plástico inútil por la total ausencia de una de sus patas; un colchón con las tripas afuera; macetas rajadas; pelota desinflada y dura; medio tarro de pintura seca con un palo adentro; jaula oxidada sin piso y demás objetos que ni sospechaba que tenía. La idea era buscar a alguien que necesite las cosas y dárselas porque ya no las uso. Bueno… tampoco uso la televisión de mi pieza, y casi nunca prendo el equipo de música ni me subo a la bicicleta fija. Sacudo mi cabeza y mi posible fanatismo. Me decido: empiezo a bajar las cosas de la terraza.
Con todo lo que bajé a mi living parecía que me encontraba adentro de un volquete. Entre los objetos veo algo de un verde enérgico como de pasto sintético. Me agacho y descubro que es la tapa acolchonada de un álbum de fotos. Sentado en mi living-volquete, y sin saber de donde salió, me dedico a mirar el álbum. La primera (y única) foto que veo es la de mi hijo sonriendo, sentado en la bici. Sin aceptar el golpe bajo del destino cierro el álbum.
La pelota está reseca; la pateo y su figura amorfa pega melancólicamente contra la pared. Busco el inflador y casi sin esfuerzo la dejo como nueva. Ir a jugar (como siempre) los jueves con los amigos y llevar la pelota no estaría nada mal. No terminé de imaginarlo y empecé a insultarme bajito. Deseché la idea. A las macetas las miré de refilón, del mismo modo que pasó por mi mente la idea (ya vieja) de plantar lo que fumo. El interior del colchón se escapaba por un tajo de no más de diez centímetros. Me sorprendió saber que podía llegar a cocerlo. Sacar todo a la calle y esperar que se lo lleven queda muy despectivo. Lo mejor es guardarlo en la terraza, bien acomodado e ir viendo a quien dárselo, deduje, aliviado.
Un silencio pesado de voces que susurran en esas horas filosas de la madrugada intentaba mostrarme el camino. Sé que voy bien, que la vida es sufrimiento, todos necesitamos cosas y que mover los objetos de lugar cansa. Con la paz buscada y la satisfacción de hacer, pude dormir.