Iba pateando una botella de gaseosa. La etiqueta a medio desprender resistía y prometía ser refrescante. Lleno de odio sin saber a quién dirigirlo caminaba ligero. El perro que siempre lo corría se le acercó y algo terrible presintió, porque agachó la cabeza escondió la cola entre sus escuálidas patas traseras y volvió a su lugar. Caminaba con esa bronca que hace desaparecer hasta el miedo a la muerte. Necesitaba fumar, relajarse. Andaba con la sensación de que todos escuchaban su corazón. No podía salir mal y salió mal y eso tiene consecuencias. Ese es el fallo, el desperfecto de esta vida piensa y murmura abriendo la puerta de su casa. Su mujer habla y ríe con una amiga mientras fuman. Él entra y se callan provocando un silencio pesado. Indiferente tanto él como ellas, pasa a la pieza donde se tira a la cama como si hubiese caído muerto. El infierno va a esperar que la amiga se vaya, que su mujer lo despierte, que él le diga que se jugó todo otra vez en el hipódromo, que ella llore lo que tenga que llorar para volver a perdonarlo y así, empezar otra vez.