Tendré la indiferencia
de los ruidos
que nadie hace en las noches
—¿Lu y Ju son los nombres de las señoritas nuevas? —pregunta el niño. Y la directora lo mira con una mezcla de ternura y hartazgo. Resoplando de cansancio dice.
—Son los días que brindamos apoyo escolar, lunes y jueves —y agrega, no sin malicia—. Tendrías que venir, sin falta.
El niño levanta las cejas con falso asombro, agradece como un adulto y se va. Camina hasta la plaza y se sienta en el banco que juzga más limpio de la suciedad de palomas. Mira los pájaros volando en bandadas o de a uno, pero “todos veloces, nerviosos, como buscando cada uno la seguridad de una jaula”, piensa. Ya es tarde y debe volver a su casa. Camina rápido porque parece que a la tormenta de anoche le quedó un resto importante y, todas las señales indican que es el momento de descargar. Sus pies arrastran hojas muertas que no crujen porque están húmedas y en avanzado estado de descomposición. Llegar a su casa, a su paz inalterable, a no vislumbrar ningún cambio en su horizonte más cercano, a su aburrimiento, lo entristecía.
—Los caballos nunca van a alcanzar a los autos —dice un chico mirando hacia atrás con desprecio. El niño mira la calesita y, sigue sin poder entender cómo puede haber chicos que se diviertan con semejante pavada.
Agarrados a sus mástiles suben y bajan en sus monturas de plástico. Cuando un chico casi se cae por hacer un esfuerzo desmedido para tomar la esquiva sortija, el niño da por concluida esa visión grotesca y se dirige hacia la plaza.
Ya en la plaza se acerca a un par de ancianos que juegan una partida de ajedrez. Uno de estos, de bigote como manubrio y la cara salpicada con arañas vasculares, está inquieto. El otro, que es gordo y con cara de bebé avejentado, mantiene la calma del que sabe que los siguientes movimientos son una burocracia hacia un jaque irrevocable.
El niño tiene un vago recuerdo de los movimientos de las piezas, pero esto no le impide largarse a comentar posibles jugadas, ante las miradas asesinas de ambos ancianos. El cara de bebé viejo, se para y simulando una caricia tira para arriba violentamente la patilla del niño, con tanta bronca que se queda con pelos en la mano. El niño materializa todo el dolor en un llanto contenido y en un odio perpetuo hacia la tercera edad. Ciego de ira, pasa la mano por el tablero tirando todas las piezas.
Ante la sonrisa del de bigote, el gordo se paraliza, mira al niño y lo llama en voz bajita y haciendo ademán con su mano blanda, blanca, cremosa. El niño sabe que de acercarse es su final, así que se da vuelta y sale corriendo.
Ya en su casa y mientras recobra el aliento, se lamenta de no tener nuevas señoritas, aunque piensa que la directora le mintió. Flota en su mente la jugada que le acaban de censurar y se pregunta: “¿Por qué solo una figura del ajedrez aparece en las calesitas?”.