Su bigote amarillo, alquitranado, me llevaba toda la atención. No podía entender lo que me decía; solo miraba esa especie de gata peluda convulsionando a cada rápida palabra que escupía, y que yo intentaba comprender. Imaginé la escena para el comienzo de un cuento, sabiendo que hasta la noche no iba a poder sentarme a escribir, y sabiendo también que la inspiración no espera. Seguramente cuando me siente y lo escriba, no va a ser tan bueno. Ni creo llegar a mediocre, así que lo empiezo de este modo.
El tipo me hablaba (en un momento algo entendí) de la metáfora del ladrillo en la pared de Pink Floyd, de los resultados nefastos del capitalismo y también llegué a escuchar que cuando juega Boca, pone a su familia “de fondo” como si fuera música y así darle todo a su equipo. Coincidía con lo que podía llegar a entender, pero su maldita gata peluda, su olor rancio, y su escasa dentadura me incomodaban. Hablaba rapidísimo y revolvía el café con una parsimonia quirúrgica. Detrás de él, en un húmedo póster, Ringo seguía aguantando la técnica de Ali. Su exacta inmovilidad me hacía pensar que no hay más Dios que el tiempo. Con ese empeño en trascurrir y arruinar los momentos, pero ahí está la foto para hacerle trampa e inmortalizar lo que no debe morir. Vuelvo al tipo, a esa parte del mismo ininteligible discurso, que decía:
—Mis amigos de jóvenes entendían lo del ladrillo en la pared, lo del capitalismo, y sobre todo lo que significa boca. Y ahora —continuó no sin orgullo—, el único que vive esas metáforas soy yo.
La verdad no pude más que imaginar a sus amigos, ayunos de gatas peludas, olor a descuido y despobladas dentaduras. Desmenuzo palabras que recuerdo e insisto, me gustan. Siento una musicalidad al escribirlas y evoco lo soñado de chico, hoy tan lejos como el momento que lo soné. Estoy parado en la certeza de los días cotidianos.
Lo que sospechaba, no llega ni a mediocre.
