De madrugada sentado frente al televisor, Julio mira un canal marginal, esotérico y monótono. Los cigarrillos al alcance de la mano, una mesita ratona llena de colillas, cenizas, atados arrugados, y un celular que mantiene apagado y olvidado. Desde que pasó lo del polígono se movía como un autómata. Y se podía quedar frente al televisor solo fumando, hasta que el inevitable sueño lo vencía, por más que el teléfono de línea no dejase de sonar.
Iban a disparar casi todas las noches y se quedaban hasta muy tarde.
El “Gordo” Salcedo pasaba a buscar al “Cabezón” Ramírez y a Julio (que odia los apodos, y le dicen el “Flaco”) llegaban al polígono y casi en silencio se ponían a disparar. En los ratos de descanso, el Gordo aprovechaba y se quejaba del poco vértigo, de lo poco que lo estaba estimulando esto de disparar a algo quieto. Y esa noche lo dijo con aire de misterio.
—Quieto y todo lo que vos quieras pero hoy erraste más que nunca —dijo el Cabezón soplando el humo de su cigarrillo con gesto de fastidio.
—Es verdad —reconoció el Gordo, y acomodándose en la silla preguntó—: ¿No sería más intenso que nuestro blanco sea impredecible?
Julio, que hasta el momento estaba distraído con su celular, clavó los ojos en lo del Gordo, que esperaba las reacciones de sus amigos exageradamente ansioso.
—¿Que decís? —soltó el Cabezón apagando el cigarrillo en un cenicero de lata y siguió—: Este lugar se cae a pedazos, somos los únicos que venimos y vos pedís que traigan una máquina o no sé qué cuernos para poder disparar y divertirnos.
—Tenés razón —volvió a reconocer el Gordo y ya no habló más pero se mostraba inusualmente inquieto.
A la siguiente noche el Gordo tocaba bocina en la casa del Cabezón. Éste se asomó por la ventana gritándole que pare con la bocina, que Julio todavía no había llegado. El Gordo, sacando casi todo el cuerpo por la ventanilla, le gritó:
—No importa, vamos a buscarlo a la casa —y apuró como implorando—: Dale, bajá de una vez.
El Cabezón creyó escuchar una puteada en el final del pedido del Gordo. Insultando y un poco intrigado por ese apuro extraño, se preparó, bajó y subió al auto del Gordo, que sin saludarlo puso primera, subió el volumen de la música y salió para lo de Julio. Algunas depresiones redondas marcaban la cara del Gordo, cicatrices de varicela que la transpiración hacía brillar. El Cabezón no dejaba de mirar la desmedida concentración que ponía al volante. El camino a lo de Julio se hizo sin mediar palabras, con la música fuerte y a gran velocidad, pero al Cabezón le pareció interminable. Antes de llegar a la casa el gordo se prendió a la bocina como un enajenado.
—¿Que pasa? —preguntó el cabezón entre enojado e intrigado por la actitud de su amigo.
—Nada —contestó el Gordo e hizo un ademán con la mano, como si quisiera diluir la situación o minimizarla—. Para ganar tiempo —agregó mirando fijo si salía Julio. El chico del verdulero se acercó al auto como casi todas las noches, y como siempre preguntó si lo dejaban ir a tirar. El Gordo lo fulminó con la mirada y con un gesto que casi fue una cachetada.
—¿Por qué ese odio con el pibe? —preguntó el Cabezón, no sin cierto grado de enojo.
—Porque siempre pide lo mismo —dijo el Gordo sin mirarlo—. Aparte me cae muy mal, es insoportable todas las noches lo mismo.
Julio, acomodándose en el asiento de atrás, preguntó:
—¿Estás sordo, Gordo? —y amenazó, con enojo en la voz—: Bajá la música o me bajo yo.
El Gordo, resignado, bajó un poco el volumen y abrió las cuatro ventanillas.
El Cabezón se dio vuelta y lo mira a Julio levantando los hombros en señal de sorpresa. Cuando llegan, el Gordo dijo:
—Vayan acomodando que ya voy.
Julio y el Cabezón lo miraron como mirarían a un extraterrestre y entraron al polígono. Cuando el Cabezón empezaba a tirar escuchó que Julio preguntaba:
—¿Qué es eso?
Se dio vuelta y vio al Gordo depositando, sin sutileza, una bolsa gris de arpillera.
Quedó mirando cómo la bolsa se sacudía con espasmos y ruidos inconfundibles.
—Será nuestro blanco esta noche —sentenció el Gordo teatralmente. Abrió la bolsa y sacó un gallo pinino inmaculadamente blanco, lo tiró en el pequeño recinto destinado a disparar y apuntó. El disparo hizo al gallo saltar enloquecido. El Gordo había errado, pero en su cara era todo felicidad. Julio y el Cabezón se miraron, esta vez Julio levantó los hombros y dijo:
—Gordo, estás loco, pero nunca te vi tan contento, y si tu alegría es la vida de ese gallo, seguí tranquilo.
—¡Que decís! —gritó el Gordo sin dejar de apuntar a su blanco, que por fin se quedó quieto, picando el suelo, tranquilo, como si nadie jugara con su vida—. Es para todos —agregó, haciendo saltar otra vez al gallo y riendo como un alienado. El Cabezón apuntó y reventó al gallo en su primer tiro. El Gordo lo miró con un reproche contenido pero sin dejar de mostrar su cara de alegría.
— Te volviste loco, Gordo —dijo el Cabezón y reconoció—: Se sienten agradables nervios disparando así.
El Gordo fue a buscar al animal para ponerlo en la bolsa; la sangre era más roja en esas plumas tan blancas. El cuerpo tibio en sus manos trémulas por la emoción, sin embargo, lo dejó con sabor a poco. La siguiente noche el Gordo no pasó a buscar a nadie. Sus amigos, un poco preocupados, fueron al polígono a ver si estaba. Antes de entrar ya escuchaban los gritos desquiciados y los insultos del Gordo, que con dos pistolas disparaba a un gato que corría rapidísimo de punta a punta.
—Demasiado cinematográfico para ser verdad —dijo Julio sin dejar de mirar al Gordo. Cuando sus amigos de acercaron, el Gordo les gritó:
—Les dejo un tiro a cada uno. ¡Me costó mucho traer ese gato de porquería en el auto!
El Cabezón sintió enojo por la alegre locura de su amigo y disparó con endiablada puntería, dejando al gato con un perfecto agujero en el cogote. El Gordo miró al Cabezón y casi sin contener la bronca, dijo:
—Juntá todo vos, yo me voy.
Por varias noches no vieron al Gordo. Iban caminando e invaria-
blemente se preguntaban por su amigo. Hasta que un sábado (día que nunca iban al polígono) Julio sale de su casa y ve el auto del Gordo y al chico del verdulero que sube en el asiento de atrás. Cuando el Gordo pasa por su lado, lo mira y, poniéndose el dedo índice en su labio, le pide silencio. Un silencio del que Julio todavía no logra salir, y que ahoga con cigarrillos, programas baratos de TV y, sobre todo, ignorando los llamados del Cabezón.