La corté de abajo y me fui. A los pocos días volví y la muerte lenta, sin pausas, amarilla, iba ganando hasta la última hoja de la enredadera. “Unos días más y se caerá sola”, pensé y la olvidé. Ella alisaba el mantel con parsimonia y cariño.
Yo tomaba un vino dulce antes del almuerzo para ir preparando la siesta. Comimos sin hablar. Me fui a la pieza, el fresco, la oscuridad, el ruido de las chicharras que entraba por la ventana me durmieron sin dejarme sacar los zapatos.
En el sueño lo veo a Ramiro preparando el mate, contándome que no había podido alquilar por una cuestión de garantías y no sé qué más, (los sueños pasan la burocracia por alto). Me sentía feliz viéndolo moverse por la casa.
Me desperté sin los zapatos y muy abombado. Ella se acercó y me dio un mate, chupé fuerte hasta después del clásico ruido.
—Tranquilo que recién lo empiezo —dijo mientras se lo alcanzaba.
—¿Llamó? —pregunté sabiendo la respuesta. No contestó y sé que me escuchó. Cebó un par de mates más y, mirando el mantel, dijo:
—Sabés que es mejor así, Ricardo. Se tenía que ir algún día; hacer su vida. Cada uno tiene sus tiempos, más allá de nuestras intenciones. Necesitás desprenderte un poco —ordenó, con amor y dudas.
Salí al patio para ver si ya podía pintar la pared, pero la enredadera estaba pegada, amarilla, seca. Me la quedé mirando y la dejé estar.
Me vinieron sus palabras porque ella siempre tiene razón: “Cada uno tiene sus tiempos, más allá de nuestras intenciones”.