Una voz de mujer gritó: “¡Ya está la comida!”, y un malón de chicos pasaó delante de mí. No lo pensé y por eso lo hice: me sumé y entré último a la casa.
Me encontré en una cocina enorme, piso de cemento, mesa larga con mantel de hule, ollas gigantes con cucharas larguísimas. Deduje que era la casa de un gigante o una bruja. Una mujer alta entró a la cocina y me preguntó por qué no estaba lavándome las manos como todos los demás. Automáticamente miré mis manos y salí de la cocina, me dirigí a la puerta, salí de la casa. Darme cuenta de que era un comedor me sacó la emoción: no estaba arriesgando nada.
Caminé a desgano hasta la orilla de ese río color marrón café con leche. Papeles, bolsas de nailon, latas, botellas de plástico, vidrios y otros desperdicios, mostraban cómo se cuida cuando tenemos que cuidar entre todos.
Un perro famélico con hocico largo, olía cada bolsa y papel con la obstinada esperanza de encontrar algo que le mantenga un rato más su pobre vida.
Pensé que el río me iba a despejar, insultando mis doce años, al perro y a todos mis conocidos. Me doy vuelta y empiezo a caminar como zombi por la costanera. Un auto lujoso frena muy cerca de mí y una anciana con anteojos caricaturescos me abraza. Creo que duró cinco o seis segundos. Mi sorpresa me paralizó y a su vez imaginé la orilla limpia, el perro paseando al lado de un hombre y, que si no me soltaba su perfume me iba a desmayar. Había sentido de forma genuina el abandono, pero creo que nunca un gesto de cariño así.
En el hogar había abrazos pero distintos y más cortos. Cuando me suelte va a mirar mis ojos me pedirá disculpas por el error y todo seguirá igual, pensé. Deshizo el abrazo, me tomó por los hombros y exclamó con voz llorosa:
—¡Dónde estabas, Emilio!
La miré: uno de sus ojos era muy raro, su sonrisa tan agradable que lo que me dijo no sonó a reclamo. Me iba a sentir una basura por desilusionarla y sacarla de su error (y por qué no decirlo, algo de curiosidad me daba seguirle el juego). Entonces le contesté balbuceando:
—Solo fui al río.
Me pasó la mano abierta por la cabeza, despeinándome y riendo de alegría.
—Subí al auto, atorrante —me ordenó, entre sonrisa y apuro por subir ella también. Tardó tanto en encontrar la puerta que el conductor se bajó y la ayudó; a mí ni me miró. Nos acomodamos en la penumbra sucia y la agradable temperatura de su interior. Ahora sí empezaba la emoción, al menos, hasta que apareciera el tal Emilio.