—¿Nunca sentiste unas ganas irrefrenables de hacer una locura? —me preguntó Luciano, mientras yo miraba para abajo, los techos de las casas.
La fiesta había terminado y solo estábamos los dos, apenas conocidos en su balcón.
—Puede ser, pero no sé bien a que te referís —dudé mientras miraba cómo se tomaba la copa de vino de un trago.
—Es como pensar algo de tal manera, con tal fuerza que es muy difícil no hacerlo, a veces esos pensamiento son… tirarse del balcón.
Empieza a mirar para bajo y la idea toma forma y, lo peor, con una intensidad creciente. Y ya deja de ser una locura para ser algo difícil de evitar. Salto. Sí, salto. Tengo que saltar y listo,
—¿Sabés qué es lo peor? —me preguntó con voz llorosa—. Que en ese preciso momento no hay miedo.
—¿Solo pasa con el balcón o hay algunas otras locuras? —arriesgué a preguntar con notable intención de tomar otra copa, pero en el living.
—Es la más intensa, saltar al vacío —dijo mientras entrábamos al living y mi corazón volvía a sus latidos normales—. También está la de imaginar golpear con fuerza la mesa de mis suegros mientras comemos, con el único sonido de los cubiertos al chocarse. Y algunas otras, pero el balcón es muy fuerte, recurrente, atrevida, definitiva —dijo y se puso de pie casi de un salto. Me paré sorprendido y agregó—: Tranquilo, voy por más vino.
Mientras llenaba las dos copas me dice como evocando un triste recuerdo (como son la mayoría) que más de una vez, mientras por alguna casualidad de chico tenía un cuchillo en la mano, sentía la sensación que me explicaba en el balcón, esas ganas invencibles de clavarlo en la espalda de su madre. No por odio (nunca llegó a odiar-
la) ni por nada. Mejor dicho, solo porque sí, como eran las locuras que me estaba contando.
—Creo que todos tenemos nuestros pensamientos, y no hay nada malo en ellos. Claro que solo son cuestiones mentales y no se llega a la acción por más fuerza que contengan —traté de suavizar un poco la conversación que estaba un tanto rara.
—Claro, claro —repitió en un murmullo mientras que con manos trémulas prendía un cigarrillo. Sentía ganas de ir al baño, pero una oscura idea me decía que no debía moverme de su lado.
—Y el veneno —dijo rápidamente, como quien se acuerda de algo importante.
—Es terrible, no sé cómo pude contenerme tanto tiempo, siempre quise tomar veneno, o mejor dicho mezclarlo con la bebida y dejarme llevar. Sentir qué se siente antes del final— y volvió a vaciar su copa de un trago. Yo miraba la mía como si nunca hubiese visto una.
Aturdido por el alcohol, por la charla o lo que sea, me paré y fui al baño. Somatizando quizás, intenté vomitar. Solo llegué a escupir una baba espesa y oscura. Me miré en el espejo y pensé lo peor. Abrí la puerta y no lo encontré sentado en su lugar. La ventana del balcón estaba abierta; las cortinas bailaban por culpa del viento. No tuve coraje de ir a ver. Me di la vuelta y caminé hacía la puerta; abrí sigilosamente y me fui a mi casa.