Ciego de luz
para atisbar
el fulgor del cielo.
Queda el consuelo
de descolgar la gomera
y salir a cazar faroles.
Graciela Mónica Rodríguez
Mi tío me decía que solo es cuestión de buscar bien y que la madera tiene que ser de las más duras. Después el barniz la ayuda a resistir y le da algo de elegancia. Creo que de ese tiempo me quedó la costumbre de mirar entre las ramas de los árboles a ver si descubro alguna. Claro que es una búsqueda secreta. A mis cuarenta no puedo buscar horquetas para una gomera y que todos lo sepan. Las costumbres de la adultez me condenarían a unos murmullos que seguramente avergonzarían a mis familiares. Mi tío sacaba las impurezas y la dejaba de un color claro que oscurecía con un líquido. Cortaba las lenguas a los zapatos viejos de cuero que usaba para envolver el proyectil que uno debía apretar cuando se terminaba de tensar bien el elástico. Hoy camino lento y con disimulo miro los árboles pero nada creo que puede llegar a servir. El portafolio en mi mano me molesta. La gomera en el cuello me daba orgullo. Cuando mi tío decía que debía practicar con latas yo pensaba que nunca había podido encontrar una horqueta solo. Siempre la veía él antes. Encima su puntería endiablada me daba una bronca terrible que manifestaba estirando el elástico con tanta poca firmeza que más de una vez se me zafaba la horqueta antes de soltar el cuero con la piedra. En ocasiones me sangraba el labio, pero mi orgullo siempre fue más fuerte que el dolor.
Salgo de la oficina y paso por debajo de los mismos árboles de siempre. Camino ligero pensando en un negocio trunco que me tenía mal. De costumbre levanto la cabeza y vislumbro entre las ramas una horqueta. Siento un leve mareo. Agudizo la vista mientras me acerco con el corazón en la mano. No tengo dudas de lo que veo y lamento con el alma que no esté mi tío con vida para contarle. Trepo con la dificultad que da trepar con traje, portafolio, cuarenta años, y un sedentarismo muy aplicado. Llegué sin aliento al lado de la horqueta, saco mi navaja y empiezo lo que tanto soñé.
La policía nunca me entendió, aunque salí a las pocas horas.
Con un short y serrucho pude cortar tranquilo, a la vista atónita y estúpida, de la vieja que me denunció.