La botella

Nunca la ocasión estuvo a la altura, ni había situaciones dignas de destaparla.

El tiempo pasaba y su prestigio aumentaba, y claro que iba a ser cada vez más difícil encontrar un momento que valga para probar una copa de su interior.

Si alguna novedad se acercaba a justificar la ceremonia de la botella, (casamiento, nacimiento, títulos logrados etc.) enseguida aparecía una infame botella para tomar su lugar. Todos sentíamos íntimamente un alivio por saber que la nuestra estaba a salvo y que al final no era para tanto lo que se había celebrado. Con las botellas impostoras alcanzaba siempre.

¿Qué festejo amerita tomar un vino que se guardó y protegió de la luz, temperaturas y demás cuidados necesarios durante veinte años? 

Cumplía mis catorce un sábado y de más está decir que la botella central de los mayores iba a ser una flamante impostora. Yo no paraba de coquetear con la idea de destapar ese bendito elixir y mezclarlo con el jugo más barato y tomarlo porque sí nomás. Me encontraba aburrido y tentado a la vez. Desde donde estaba sentado miraba la bodega y a ella, a la cuidada de la familia. Me acerqué y la tuve en brazos como quien tiene a un bebé. Sin pensar me fui al baño y la escondí detrás del inodoro. Fui por una de las infames, una jarra y el sacacorchos. El aburrimiento fue muerto por una adrenalina que corría por mis venas y me llevaba al cielo de los placeres. El cambio de líquido fue un bendito sacrilegio. Acomodé todo como estaba, (con sus cambios claro) y volví a la mesa. 

En el epílogo de mi fiesta se destapó la botella no tan impostora, pero su gusto avinagrado hizo que todos estén de acuerdo en tirarla y tomar cervezas. Creo que todos, o casi todos, sintieron una vez más, el alivio de no tocar la auténtica botella. 

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