Sentado en mi lugar de siempre (cerca de la ventana) veo que ella me sonríe y viene con el café, un vasito de soda y el cenicero. Cuando me pregunta cómo me va, confirmo lo que veo en ella desde siempre: que tiene mucha presencia, una simpatía que desborda (y que me incomoda), una sonrisa que ocupa toda su cara y, sobre todo, que es detalladamente fea.
Contesto y se retira, dejándome más solo de lo que estaba antes de que se acercara. La observo usando la caja registradora con admirable habilidad, con un trapo rejilla prolijamente doblado sobre su hombro. La veo haciendo y teniendo cosas que hacer. Maneja su mundo. Todo depende de ella, de su eficacia. Antes de terminar mi café atendió cuatro mesas, me miró tres veces, me sonrió dos y solo una vez se ató el pelo. Ahora habla con alguien y su perfil filoso, de pájaro, mantiene mi atención.
La puerta se abrió violentamente y los pocos que estábamos sentados nos giramos para ver a un hombre muy alto, algo inclinado en su lento caminar. Vestía traje, llevaba portafolio y un aire decididamente lúgubre. Movía la cabeza a los lados como buscando a alguien. Cuando se acercó al mostrador apoyó con fuerza el portafolio y, con voz innecesariamente alta llamó para que lo atiendan. Ella, la mujer pájaro, derrochando vitalidad, cambia unas palabras con esa especie de parca, que daba más lástima que miedo. A ella se le apaga la sonrisa mientras que la parca toma un vaso de cerveza. Él abre el portafolio y le entrega unos papeles, toma un largo trago y sin más se da vuelta y se va. La mujer mira los papeles como quien mira a un animal extraño. Ya su alegría no está más con ella. Adivino en ese gesto triste algo de belleza, una mueca en sus labios y una concentración en sus ojos que me hipnotizan. Creo que sintió mi mirada, porque levantó su cabeza y chocó con mis ojos.
Avergonzado apuré el vaso de soda y el gas me hizo llorar. Mientras me refregaba toda la cara con un pañuelo ella se sentó a mi mesa. Ahora de cerca no me quedaban dudas de que la angustia se reflejaba en su cara y, le daba una belleza que su sonrisa y simpatía le borraban.
—Sé que me estas mirando y la verdad es que no me molesta, me intriga —dijo y de sus ojos acuosos una lagrima cayó rápidamente.
Me encandilaba su rostro, me tenté en decirle lo linda que la encontraba, no quería que se vaya y menos que cambie esa actitud que tanto la embellecía.
—¿A qué le tiene miedo? —pregunté sin saber por qué.
Ella, sorprendida pero sin cambiar su repentino encanto y mirando la mesa dijo:
—Nadar en el mar de noche, pero basta con vivir en pleno Buenos Aires para sentirme segura.
Me sonreí y ella se largó a contarme que le llegaron unos papeles de una casa que pensaba haber heredado, pero que no es así. Sin saber qué decir solo dije:
—Bueno… hay peores noticias —y me sentí bastante básico y tonto, más cuando ella me miró sonriendo y me choqué con una sombra de su original fealdad, algo que empujaba en salir. Y que creo, la amargura mantenía a raya.
—Tenés razón, la vida es linda —dijo, ya siendo la mujer pájaro.
Me arrepentí de mi comentario (aunque sé que era cuestión de tiempo, era solo una tontería que necesitaba escuchar). Se levantó llena de ímpetu, me dio un beso con su filosa cara y se fue a su mundo, que manejaba como nadie y, para mi desdichado egoísmo, invariablemente feliz.