Me lo mataron

Entre la persiana y la reja estaba el estrecho lugar donde se movía, con gran entusiasmo, Felipe, el caniche de la señora Esther. Con ladridos nerviosos, intermitentes y nunca con pausas de más de cinco o seis minutos. Hasta el día de su partida o, mejor dicho, partida a medias. O, para no ofender su memoria, hasta su muerte. Esther sospechó que algo andaba mal al séptimo minuto de silencio absoluto. Se acercó a la persiana a medio levantar, quedó inmóvil y a la vez con temblor en las piernas, gritó “Dios mío” (no por una creencia personal, sino por un recurso de desahogo lícito) cuando vio a Felipe entre los barrotes apretado, medio cuerpo afuera colgando y medio adentro con las patas blandas, muertas. Hipótesis fáciles: intento de fuga, accidente por estupidez, robo frustrado y violento por manso y confiado, suicidio, miopía o curiosidad extrema, etc. El tema es cómo le dolió a Esther ver semejante escena. Estoy tentado de contar las veces que Felipe iba a la peluquería o a pasear, o los gastos en: alimentos especiales, vestiditos de invierno, perfumes, cepillo de dientes, juguetes y demás cosas superfluas. Ahora enumerar su estilo de vida es de mal gusto y, más si tenemos en cuenta el momento delicado en que al pobre Felipe lo intentaban sacar, dudando de tirar hacia adentro de la casa o hacia la calle. Un ruido siniestro, óseo, acompañó el último tirón (que al final fue hacia la calle) que sacó a Felipe de los barrotes. Y se lo entregaron a Esther hecho (sin tanta metáfora) un trapo.

Esther sabe en su interior que se lo mataron, que un perro así no puede morir solo y en unos pocos minutos. Y también sabe que con un gato eso sería imposible. Qué lástima que no le gustan los gatos, qué lástima que no tiene patio porque sabe bien, que Felipe se merece más que una bolsa negra. 

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