Puedo empezar diciendo, que no está mal ser atroz de vez en cuando, ¿o debería decir que no es tan fácil evitarlo?
Se suelen dar pistas al comienzo de algunos textos. Al no conocer de qué hablan, pasan inadvertidas. No en este caso. No hay pista, pero no como una virtud sino por carecer de intriga, o por la ino-
perancia de quien escribe para poder generarlas. El tema es de una sencillez, que cuesta entender por qué tardé tanto en entender.
—Los monstruos no existen pero asustan —me dijo mi hija con un tono amistosamente clandestino. Yo me sonreí creyendo entender y, ahogando un bostezo la besé en la frente antes de irme a acostar.
—Anoche otra vez escuché los golpecitos —me dijo ella, con un tono alto y enojoso.
—Te prometo que voy a ver al vecino y pregunto a qué se deben esos molestos ruidos.
—¡No son ruidos comunes, son golpecitos! —se apuró a corregirme mi hija, casi gritando. Entendiendo la gravedad de su voz, fui inmediatamente a ver a mi vecino. Toqué timbre y esperé. Una mujer, que nunca había visto en el barrio, me abrió la puerta fumigándome con su Chanel. Haciéndose a un lado me invitó a pasar. Pasé y me senté en una silla. Ella se sentó enfrente de mí y dijo:
—Si viene por los ruidos le aseguro que es cuestión de días, y si piensa denunciarme, solo puedo decirle que mi vida ya no me importa, solo le pido que cierre los ojos e imagine a su hija siendo violada, seguramente si puede llegar a imaginar eso, con solo un poquito de intensidad, los ruidos le parecerán música divina —dijo y pensé en mi hija.
Volví a mi casa y después del acostumbrado beso en la frente le conté que cuando yo era chico le ponía ritmo a casi todos los sonidos, hasta al ruido del reloj. Creo que no entendió, pero a la mañana dijo que había pensado en eso del ritmo y los golpecitos le parecieron música. Pero gracias a Dios no los escuchó tanto: fueron cada vez menos audibles, hasta que murieron de a poco.