Paternidad

Caminaba y escuchaba un viejo actual monólogo de “Tato” Bores en su celular. Cuando llegó al consultorio repasaba, murmuraba una y otra vez lo que iba a contar, lo que le iba a decir a su psiquiatra. Claro que ni una sombra de ese discurso llegaba a mostrar, lo sabía, pero no podía evitar ese recordatorio superfluo. Voces cada vez más audibles y crecientes sonidos del tintinear de pulseras, daban a entender que la sesión había terminado y le tocaba a él. 

La puerta se abre y su psiquiatra lo mira mientras que con su más original falsa sonrisa despide a una mujer obesa, llena de bijouterie y una lentitud al caminar exasperante. Ponía atención en cada paso que daba y un leve temblor en sus brazos hacía todo sonoro, navideño. La puerta de salida estaba a escasos metros y aun así parecía imposible que la alcanzara, pero su destino y los vientos del azar jugaron a su favor (y el de él) y llegó a la puerta. Sintió como hielo en el estómago cuando escuchó que la señora, con mal fingida sorpresa, decía: 

—¡Que tonta me olvidé el celular! 

Sin pensarlo y hasta con un insulto al aire, se paró y casi corriendo entró, buscó con la mirada arriba del escritorio, se lo llevó y antes de escucharla le dijo chau. A la gorda lentamente se le apagó la sonrisa se dio la vuelta y se fue. 

Ya solos, la psiquiatra se mostraba inquieta, rehusaba encontrar su mirada, ese arrebato de cólera la descolocó. A él le molestaba la ventana media abierta, la claridad en sus ojos y, esos rayos enfáticos lo ponía incómodo. Repentinamente, como quien se acuerda de algo, preguntó, con tono demasiado alto para el silencio del lugar: 

—¿Puede cerrar la ventana? —y con la cabeza gacha, apretándose los ojos con el pulgar y el índice, agrega negando—. Es insoportable el día. Cuando llegué sabía que lo había hecho —dijo levantando la cabeza y dejando ver unos ojos inyectados en sangre—. Ahora debería sentir y cargar con la culpa pero no, no siento nada de eso. Me acuerdo que en la última conversación le pregunté: “¿Y ahora por esto no querés vivir más? Entonces tenés una opción y varias formas de lograrlo. Alguna vez pensé que una pregunta cruel puede llegar a ser un favor a largo plazo. No fue el caso, y desde ese momento no puedo conciliar el sueño. 

La psiquiatra no sabía a qué se refería, pero no quería mirarlo y como nunca se refugiaba en anotaciones nerviosas y confusas. 

—Necesito dormir —dijo sin camuflar un tono beligerante y volvió a apretarse los ojos. La psiquiatra sintió un leve vahído. Se levantó con la escusa de tomar un vaso con agua, pasó por al lado de él, se sirvió no sin antes volcar un poco que no advirtió. 

— Las pastillas no son menos invasivas que otros métodos, ni siquiera más efectivas. Pero sí muy elegidas. 

La psiquiatra escuchaba todo mirándolo de espalda. Un súbito temblor le dio a entender que se reía o tenía espasmos de llanto. Entonces apuró el paso a su silla como si así pudiera huir de su próximo mareo y de esa especie de indiscreción que sentía al mirarlo de atrás. Cuando encontró su mirada se dio cuenta de que algo andaba mal. Sonreía con los ojos llenos de lágrimas. 

—Usted dijo que el que amenaza no lo hace —murmuró con voz cavernosa. La psiquiatra buscó mentalmente en vano ese comentario a modo de aforismo que le adjudicara y que sentía amenazante. No eran palabras que reconociera como propias, ni siquiera estaba de acuerdo con ellas. 

—Usted se equivocó y ahora es irremediable, no estoy preparado ¡Nadie lo está!

La psiquiatra sacude la cabeza lentamente como queriendo despejar toda acusación, y pregunta con un hilo de voz:

—¿Usted me dice que su mujer dejó las pastilla sin decirle y …? 

—¡Basta! — gritó él sin dejarla terminar y, parándose, ironizó—: ¿No he sido claro? 

—Sí… Sí, perdón, es que tuve un día de locos, mejor será que aumente solo un poco la dosis de sus pastillas y volver a verlo dentro de un mes —dijo la psiquiatra escribiendo en un recetario. 

Con un tono totalmente cambiado, conciliador y un poco sumiso él dijo: 

—Le agradezco todo lo que hace por mí. 

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