Por unos recuerdos

Conozco el ladrido de mi perro y sé que el que estaba ladrando no era el mío. 

Pero igual me levanté y me asomé por la mirilla de la puerta. Solo vi sombras ondulantes proyectadas por los árboles en la calle desolada. Aceptando el desvelo y viendo cómo mi perro inocente dormía preparé café. Parado con la taza en la mano delante del espejo grande del living pude ver mi actualidad; una cabeza con algunos pelos simiescos en la periferia, una piel que acusaba más edad, y unas piernas raquíticas de ave. Con semejante imagen me fui a la cama. Quizás hace dos matrimonios, varios litros de alcohol menos, me veía mejor, pero no me veía. El recuerdo de esos momentos me trajo el traqueteo musical de la Remington, el saber que no tenía nada que olvidar. Y sobre todo el no saber que estaba viviendo un momento feliz. Dormía hasta que alguien me llamaba. Ahora un ladrido foráneo me desvela y me pone a dar lástima delante del espejo. Escribía y todo fluía. Ahora a la tercera línea se me cierra la historia. Lo peor no es que sean muy breves, sino que sean aburridas. Mezclar esas características es insalvable. En la cama los fantasmas de lo que pudo haber sido me acechaban. Prendí un Parisienne y salí al patio. Caminaba pisando las hojas blandamente muertas y, aguantando un frío que me hacía castañar los dientes. 

De camino a la cama siento cómo “un mirar me hiere al pasar”, y clavo los ojos en la botella de whisky. Cedo a mi antiguo infierno para que me lleve al cielo el primero e insuperable trago. Ya embrutecido por el alcohol escucho ladrar a mi perro. Pongo música y con el coro del tango “Por una cabeza” me dirijo a la cama. Cierro los ojos para dormir con la tranquilidad que me puede dar la vida al no haber saldado mis tristezas. 

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