—Dígame algo de Saer —dijo el profesor, mirándome como a un bicho raro.
—Me gusta su forma de describir —dije, jugándome la vida en mi mentira.
—¡Quiero la verdad, por más que insultes al decirla! —dijo, pateando una silla que chocó contra la puerta de entrada, haciendo un ruido terrible.
—La verdad es que me aburre muchísimo. Lo leo cuando no puedo dormir. Su novela “glosa” me ha ayudado en muchas noches de insomnio.
—Salga del aula, ignorante selectivo. Hasta que no se emocione con un prospecto de remedio no vuelva. Insensible, hijo del capitalismo más asesino. Váyase, idiota —dijo y cuando pasé por su lado me dio un cachetazo en la nuca que me hizo agachar de golpe y apurar el paso. Me quedé pegado a la puerta del lado de afuera. La directora y dos policías caminaban ligero hacia mí.
—Anselmo, dígame algo de Borges —preguntó el profesor, dejando ostensiblemente un revólver en el pupitre.
Nunca más supe de él. Su apasionamiento por la literatura era total. A mí me hizo bien decir lo que dije y ahora, cuando leo a algún consagrado, siento que no soy tan culpable si me da sueño. La verdad que nunca lo entendí a mi profesor, pero me hizo bien.