Tango

—Señora, ¿me alcanza la pelota? —gritaba el Flaco, sabiendo que la persona que vivía en la casa era una viejita que casi no se movía. Que la pelota se pase por ese tapial era la certeza de perderla, pero el Flaco gritaba con culpa, porque perder una más, vaya y pase, pero peder la Tango era imperdonable. 

—¡Basta loco! Si sabés como nosotros que la vieja ni se mueve —dijo el Petiso Bruno, poniéndose prolijamente una ramita de hinojo en la boca. El Flaco lo miró con enojoso reconocimiento. 

—Entonces la voy a buscar yo, total está fácil —dijo el Flaco, que ya estaba sentado en lo alto de la pared y miraba la pelota detrás de un raquítico rosal. Saltó al patio de la vieja sin esperar comentarios de sus amigos. Caminaba despacio y con cuidado, como en un campo minado. Se agachó y cerca de las espinas tomó la bendita pelota. Apurado en volver a trepar el tapial, sintió curiosidad por asomarse a la ventana que daba a la cocina de la vieja. Sigilosamente y casi en cuclillas llegó a la ventana; se paró lentamente; se desplegó como una goma que siempre vuelve a su forma. Dejando la pelota en el suelo, apretada con sus dos pies, puso sus manos al costado de sus ojos para conseguir tapar la luz y ver adentro. 

Una puerta se abrió y él quedó duro: la vieja lo miraba. El Petiso, en lo alto del tapial, seguía la escena. El Flaco siempre sufrió una timidez paralizante; el miedo a decir algo que provoque la burla de los demás le daba un terror que lo seguía hasta en los sueños. La vieja seguía sin moverse (a decir verdad, sus trémulas manos mostraban la eficacia del paso del tiempo) y él, entre el susto y el nerviosismo, no podía hablar. Ahora los ojitos llorosos de la vieja iban de la pelota a la cara del Flaco. En ese silencio pesado se escuchó clarito la voz en falsete del Petiso que desde lo alto del tapial gritó: 

—¡El Flaco se enamoró! —y de inmediato, con voz más firme, como quien está por perder lo más preciado, apuró—: ¡Dale, traé la Tango y después la invitas a bailar si querés o le das unos besos!

La vieja lo ubicó con la mirada; se agachó con una flexibilidad atlética e inesperada; tomó media baldosa y se la tiró. El Petiso se hizo a un lado justo y solo sintió el vientito de lo que pudo haber sido. El Flaco, si miraba a la vieja con miedo, ahora la miraba como quien mira al diablo. La vieja volvió a mirar al Flaco y comentó:

—Se está bien acá —y cerró lo ojos de cara al sol. 

El Flaco, al verla en esa especie de trance, levantó la Tango y casi se muere cuando escuchó a la vieja decirle, sin moverse—: Quedate quieto, estúpido. 

Ahora era la voz del gordo Gastón que detrás del tapial reclamó:

—¡Dale, pasá la Tango, no una baldosa, que vas a matar a uno, loco!

—Señora —dijo el Flaco—, si no llevo esta pelota a mis amigos me van a matar. 

La vieja, sin abrir los ojos, le dijo con agresividad: 

—Si la llevás, te mato yo. Elegí.

Un ruido de puerta que se cierra la sacó de su ensoñación. Una voz áspera de hombre llamó repetidas veces: “Abuela, abuela”. Mientras se escuchaban sonidos crecientes de pasos. La vieja le dedicó al Flaco una mirada malsana, a la vez que decía con esfuerzo: 

—Estoy en el patio, Maxi. 

De adentro se escuchó una voz agitada que contestó:

—Bueno ya voy —y una canilla que se abría. Al rato el tal Maxi salió al patio acomodándose el pelo que se acaba de mojar. Cuando vio al flaco dio un pequeño saltito para atrás a la vez que preguntó:

—¿Y este muñeco de metegol? 

—Es el jardinero —se apuró a decir la vieja—. No seas tan ofensivo, es un trabajador —lo rezongó. 

—¿Y trajo la pelota por si se aburría? —ironizó Maximiliano mirando al Flaco de arriba a abajo.

—La pelota es de los chicos que juegan en la calle. Mientras estábamos viendo qué necesitaba el rosal para volver a sacar rosas, casi me matan de un pelotazo —mintió la vieja, para gran sorpresa del Flaco, que ya no sabía si estaba en un sueño o dónde, pero le resultaba todo muy irreal. 

Maximiliano tomó la pelota de los pies del Flaco y con una patada, en la que se adivinaba que entendía del tema, pasó la pelota por encima del tapial. Inmediatamente se escuchó:

—¡Gracias, Flaco! 

Maximiliano dudó si alegrarse porque le dijeran “flaco” o por sentir lo que es patear una Tango, hermosa, blanca, aunque la juzgó poco inflada. El Flaco seguía sin hablar. Ya había cumplido con los pibes pero ahora, ¿cómo salía de ahí?

—Bueno, los dejo solos —dijo el nieto y la abuela volvió a su letargo, a su cara al sol. El Flaco pensó que, si no lo hacia ahora, no se iba más y con pasos rápidos, gimnásticos, se dirigió al tapial. Cuando estaba casi en la cima sintió un golpe muy fuerte en el hombro pero pudo llegar arriba y mirar a la vieja que tomaba otra baldosa y, con mirada insecticida, apuntaba al Flaco que la miró por última vez. Saltó para reunirse con sus amigos y cambiar de cancha para siempre. Todos coincidieron que la Tango no se pone nunca más en riesgo. 

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