Verónica

No supe qué decir, sólo me salió elogiar de manera verosímil (incluso para mi) su ropa. Muchos años sin vernos (y yo hablando de su ropa), aparecer de golpe al doblar la esquina, me dejó con poco que decir. Me sentí torpe, ella hizo una mueca con su boca y bajó la mirada, yo recordé ese gesto que alguna vez se perdió en la banalidad cotidiana y que ahora se volvía a presentar. Dijo que llegaba tarde a una reunión, que la disculpara, que tenía que seguir camino.

-Claro, no hay problema -dije y ella desapareció de mi vista. Llegué a mi casa repasando lo que nos dijimos. No sé porqué me concentraba tanto es esa lacónica conversación, cuando sonó impertinente el teléfono. Lo ignoré preparando un café; insistió y dejé el café para atender. Mi hijo se invitaba a mi casa a comer con su mujer y me alegraba de verdad; lo que no me alegraba tanto era ordenar mi casa, dejarla más o menos habitable para la cena. Pensé en ordenar y limpiar rápidamente, pero tardé más de lo que pensaba y quedó casi igual. Pasé inquisitivamente mi mirada por el comedor y quedé conforme (mi nivel de exigencia en el orden y la limpieza era cada vez más bajo). Cocinar era algo que no disfrutaba desde hacía años, tantos como el tiempo que llevaba siendo cliente del delivery. Fui al teléfono y mecánicamente marqué el número y sin un “hola”, pedí:

-Carne al horno con papas, para tres, a las diez, puntal, por favor -y corté, sin esperar contestación. Seguramente por conocerme iban a cumplir con el pedido como ordené. Me senté a fumar tranquilo; pensé en ducharme pero sólo lo pensé. Me relajé tratando de acordarme del nombre de aquella mujer que encontré, y no lo encontraba. Traté de volver a lo vivido con ella, y tampoco estaba seguro de lo que recordaba, toda memoria es tan ficcional como verdadera, me dije, apagando mi cigarrillo. Con la certera sensación de haber fumado demasiado por el día, prendí otro (cada vez que pensaba dejarlo, sólo conseguía hacer conciente mi acto de fumar, no más que eso), miré la hora y, aparte que faltaba una hora para que llegaran, me di cuenta que debía limpiar ese antiguo y amplio reloj de pared. Subido a un endeble banquito y sin sacarme el cigarrillo de la boca, limpiaba el reloj, pero antes de terminar de dejarlo limpio, dejé de limpiarlo. Marcos, mi hijo, se casó hace cinco años; yo pensaba que se iba a casar con Sofía, su novia de siempre, pero no. También pensé, me acuerdo, que iban a tener un hijo rápidamente, pero no. Pensé que alquilando y con sólo el sueldo de él (ella estudia algo que nunca me acuerdo) iban a estar un poco débil económicamente pero no. Así que decidí no pensar más en ellos, en esos términos. Pero cuando lo veía trataba de mostrar interés por su trabajo y confieso que me costaba, es que todo lo que tenga que ver con marketing no sólo no lo entiendo sino que no quiero entenderlo. Él mostraba tanta pasión hablando de lo que hacía, como yo falso interés. Cuando Marcos me veía disimulando mal un bostezo, cambiaba piadosamente de tema y yo miserablemente se lo agradecía sin decirlo. Su mujer, Ana, es de agradable conversación, mediana estatura, pelo brilloso, negro y lacio, y una amplia sonrisa de foto de consultorio dental. Todo en ella es de una inimitable delicadeza. Después de cinco años de casados me gusta ver con la admiración que lo mira a Marcos cuando éste habla. Es muy atenta y siempre me pregunta cómo andan mis cosas; yo creo que la desilusiono, porque tengo muy poco que contarle y porque cuando quiero preguntarle cómo van las suyas, nunca me acuerdo lo que estudia. Siempre está Marcos, que nunca le gustaron los silencios y saca tema de conversación con tal facilidad que me quedo pensando en eso y me pierdo de lo que hablamos. Es que él sí tiene cosas que contar y sabe cómo hacerlo, no aburre (sólo cuando habla de su bendito marketing) y hace el silencio correspondiente para escuchar lo que opinamos, y sobre todo tiene un envidiable sentido del humor. Me senté en el sillón, o mejor dicho me tiré en el sillón y quedé quieto mirando el techo. Me sentía cansado y no sabía porqué; pensé que sin dudas al techo no le vendría mal un par de manos de pintura, aunque tampoco la necesitaba urgente. Tendría que ponerme más presentable, afeitarme, cambiarme la camisa y esas cosas; faltaban pocos minutos para que lleguen. Sólo me cambié la camisa y un poco de perfume (la pereza le ganó al afeitado). Ya eran las nueve y no llegaban, raro en Marcos, que es la puntualidad en persona. Me inquietaba sin moverme del sillón. Me levanté y rocié el ambiente con un artificial aroma a jazmín, tratando de tapar el natural aroma de mis Parisiennes. Como tiendo a pensar lo peor, empecé a hacer cosas para no pensar las distintas posibilidades que justificaran la tardanza. Cuando estaba con la aspiradora en la mano y dirigiéndome a la alfombra, escuché un timbre que sonó muy fuerte en el silencio de mi casa. Dejé la aspiradora con más entusiasmo que cuando la tomé, y fui a atender. Marcos y Ana me saludaron efusivamente, dejaron sus abrigos prolijamente en el sillón y nos sentamos a la mesa. Cuando Ana decía que le gustaba mucho el aroma a jazmines que había en el ambiente, yo desechaba la idea de prender un cigarrillo. Noté a Marcos pensativo y a Ana más habladora que nunca.

-¿Como andan las cosas? -pregunté y Marcos dijo que bien, que todo anda muy bien, pero que se había quedado un poco impresionado por un accidente que acababan de ver.

-Yo no vi casi nada, igual no intenté mirar -confesó Ana. 

-Por eso nos demoramos un poco -comentó Marcos mirando cómo yo trataba de destapar una botella de vino. Con el corcho a mitad del camino, sentí mi cara colorada por el esfuerzo, Marcos estiró sus brazos diciendo:- Dejame intentar.

Me iba a negar de mala manera pero el timbre sonó a favor de Marcos y tuve que ir a atender. Con mirada bovina, el chico del delivery me entregaba el paquete muy caliente; le pagué, saludé y me fui a la cocina a preparar los platos. Dejé el paquete arriba de la mesa y cuando me di vuelta para buscar los cubiertos, Ana y Marcos se reían sonoramente, los miré y no hizo falta preguntar. Marcos me mostró que en el envoltorio del paquete decía “para el más simpático”. “Tiene gracia”, reconocí y me alegré por no haberle dado propina.

Sin levantar los restos de comida, Marcos me miró y dijo:

-Tenemos que decirte algo y a eso vinimos. 

Yo los miraba a los dos y sin apuro los apuré.

-Bueno, digan. Escucho.

-Ana está embarazada -dijo con trémula voz Marcos. Ante mi silencio, Marcos me preguntó si quería decirle algo a Ana; yo pensé en preguntarle qué estudiaba, a ver si de una vez por toda me quedaba grabado en la cabeza, pero mejor no. Me paré y los abracé, felicitándolos, y me volví a sentar. Ana sacó un celular lleno de luces y, acribillándolo con la yema de sus dedos, escribió mensajes a una velocidad inverosímil. Marcos la miró y ella guardó el celular en una carterita que parecía de juguete, y tenía siempre a mano.

Me emocionaba verlo emocionado a Marcos más que la noticia, verla a Ana tan nerviosa, tan inquieta, me parecía raro. Marcos me hablaba de un proyecto para construir una casa en un terreno muy económico que le ofertaron, y yo trataba de acordarme del nombre de la mujer que encontré y no supe qué decir. Como siempre, Marcos se dio cuenta de mi indiferencia y cambió el tema.

-Cuando tengamos la casa quiero un reloj de pared como el que tiene tu papá -dijo Ana.

-Y más limpio -añadió Marcos.

-Con un poco de polvo le da estilo -observó Ana y me gustó. Yo los miraba a los dos, con todo por empezar, con tantas ganas, hasta pensé que perdían el tiempo conmigo. Como leyendo y estando de acuerdo con lo que pensaba, Marcos se puso de pie, y diciendo que se le había hecho tarde y mañana tenía que empezar el día temprano, se dirigió al sillón en busca de los abrigos. Nos despedimos abrazándonos un poco más de lo habitual, y con la promesa de ir a cenar a su casa el sábado siguiente.

Ya solo en casa y con ganas de nada, me tiré en el sillón y prendí la tele. Las viejas noticias de hoy me aburrían y me hacían ver sin mirar, hasta que un comentario como al pasar, que decía de un accidente cerca de mi casa, me sacó del letargo, pero por falta de imágenes o datos de lo que pasó, pasaron rápidamente a otra mala noticia, que son las únicas que valen en la tele. Con la radio en bajo volumen me acosté, el locutor con voz de sueño y con pausas como quien lee en la penumbras, contaba la noticia de una mujer que cruzando distraídamente la calle fue embestida por un auto con trágico final. Apagué, sabiendo que nunca más me iba a olvidar su nombre y que tampoco la volvería a ver. 

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