Cuando se dio cuenta de que el semáforo cambiaba ya tenía el cuchillo en la garganta. Pensó en dos cosas; en su madre y en el porqué de andar con la ventanilla baja con el frío de morirse que hacía y a esas horas.
Morirse, resonó su pensamiento. Toda la vida con ese temor y ahora tan cerquita. ¿O ha estado alguna vez tan cerca como ahora?
Sentir el tramontina apretando la “nuez de Adán”, nombre que siempre le llamó la atención y que ahora se acuerda hasta el momento en que su señorita de tercer grado le repetía ese nombre, y le daba la alternativa de llamarla la “manzana de Adán”.
—Manzana, nuez, como quieras, pero que es de Adán eso seguro —decía su madre y él hacía esa clase de esfuerzo que se hace para memorizar las cosas—. Y es de Adán —seguía su madre que siempre le parecía poca su explicación, más cuando el tema le tocaba de cerca—, porque por su culpa, por haber mordido el fruto prohibido, todos los hombres andarán con el símbolo del carozo atravesado en la garganta —y terminaba siempre desplegando un envidiable y prolijo insulto, aunque en este caso era injustificable.
Volviendo al semáforo, hay ocasiones en las que es imposible no tragar saliva. Y, en este momento un poco peligroso, es lo que no paraba de hacer. Antes que el desconocido dijera algo aparecía la imagen de su madre y sus palabras vehementes dichas al él sabiendo que no importaba si le interesaba pero pidiendo atención, ante la cara de incuestionable aburrimiento de su hijo.
—Ahora te digo, hay actores de cine que la “nuez de Adán” les queda muy linda y al vecino le perjudica muchísimo.
—Fijate vos —decía, sin esperar que él se fijara en nada— que las cosas en el cine son mejor, y hasta un paisaje. Siempre me gustó el mar hasta que lo vi de verdad y no me gustó nada. Hubiese sido mejor quedarme con la imagen televisiva —y ahí el insulto era un poco más justificado. Su madre era así, se desvelaba con desperdicios televisivos. Se sonreía pensando en ella y el tipo del cuchillo apretó más su nuez.
—Te bajás del auto o te degüello —indicó con endeble autoridad.
Así, mirando levemente hacia arriba, notaba cómo penduleaba el cartoncito perfumado que le dieron cuando fue a lavar el auto. Prometía fragancias de distintas flores, pero ni por asomo se comparaba con el aroma a desorden floral del patio de su madre. Ese patio que tanto cuidaba, con su parral que brindaba una benefactora sombra en las tardes terribles de verano, con Pern” y Corona sus dos gatos que mantenían todo sin ratas ni cucarachas, siendo fieles espectadores de los canarios de mi vieja.
Al darse cuenta de que, con el cuchillo apretando su cuello, iba a ser difícil que baje, lo aleja pero lo mantiene cerca de su cara. Con movimientos lentos, medidos, abre la puerta sin dejar de mirar el arma.
Observa el semáforo que se pone inútilmente en verde, ahora amarillo. Sabe que debe tener precaución.
Él acostumbraba mirar al semáforo de los autos vecinos. Apenas cambiaba al amarrillo pasaba con una infantil y muy placentera sensación de no perder tiempo. “La vida es corta”, le decía su madre y él sentía culpa porque se aburría, en ese patio sombrío.
Un hombre de una gordura esferoidal los mira recostado en el semáforo. Lleva bolsas de supermercado, que a simple vista se notan pesadas, y un abrigo que de solo verlo da calor. Con un vozarrón grita preguntando:
—¿Qué está pasando ahí?
Él se dio cuenta, con la misma sorpresa que sintió cuando apareció el cuchillo en su garganta, de que el tipo había desaparecido. Levanta teatralmente su mano saludando a su ángel gordo, sube al auto, pasa en rojo velozmente, pero no tanto como para no llegar a escuchar el insulto del gordo que casi se lleva por delante.