—No aplaudan tanto que puede molestar a los vecinos y no tenemos la habilitación —dijo el poeta sin ganas de decir. Sentía placer por los aplausos y más cuando los tenía que hacer callar—. Necesito el silencio que nos da la soledad de un libro terminado —dijo con ganas de acallar aplausos pero solo una señora mayor se levantó, la cual rápidamente una mano en el hombro sentó con una violencia desmedida.
—Tengo derecho a expresarme —creyó escuchar el poeta. De lo que no le quedó duda fue el sonido del sopapo que se oyó a continuación y el silencio buscado. Ubicó con la mirada a la señora con su cachete colorado y un pañuelo de tela en la nariz. Sintió pena y la saludó inclinando levemente la cabeza. A la mujer se le iluminaron los ojos, aplaudió en silencio, íntimamente y mirando a los costados. Un desahogo clandestino.
Ya sin ruidos molestos, el poeta dijo mirando a la anciana:
—Lo que no se dice se hace venenoso.
La vieja tiró el pañuelo, se paró de un salto y aplaudió con rabia, con desafío, el poeta escuchó el aplauso y lo sobresaltó un disparo.
Siguió adelante con su solitario discurso. Nadie lo escuchaba.
Hablaban entre ellos: la atención había muerto.