Cacho mojaba la calle de tierra con la cotidiana esperanza de que los autos no levanten tanta tierra. Se cansó de tantos baldazos y conectó la manguera.
Mientras mojaba todo lo que podía silbaba un tango de su inagotable repertorio. Pedro, el chico de la cuadra, pasó tímidamente por al lado, como con miedo de levantar algo de tierrita. Cacho se preguntó, pensando en voz alta: “¿O este chico está cada vez más negro o yo soy cada vez más racista?».
Seguía abstraído con la manguera en la mano, moviéndola para no hacer barro. El viejo Italo, ya vencido por los impecables años encima y por una joroba muy pronunciada le gritó en un saludo teatral. Cacho lo imaginó en sus años fuertes, y pensó: “¿Cómo sería ese tiempo en el que caminaba lleno de salud, tomaba y fumaba sin miramientos, llevándose el mundo por delante?”.
Hubo unos años en los que era inmortal, y ahora el implacable paso del tiempo y sus miserias. Nada se puede contra eso. Tanta potencia también sucumbe.
—La mejor forma es mojar una o dos casas antes de mi casa, así es más eficaz. Y para quedarse del todo tranquilo, una casa después —adoctrinó cacho a su obesa vecina, que miraba con interés antropológico cómo él estiraba la manguera hasta el límite. El olor a tierra mojada, el canto de las incansables chicharras y el inalterable sonido de la tarde lo hacían sentir dueño de todo ese campito, tan suyo como de su anónimo dueño. Al lado del viejo ombú la canchita de fútbol se iba poblando. Lo que empezó como algo informal derivó en un solemne partido.
Más de una vez la pelota cruzaba la zanja (pegaba en la pared de alguna casa y por lo general quedaba en el medio de la calle o se iba a la zanja) seguida por uno de los jugadores que, transpirado, agitado saludaba a Cacho mientras miraba para todos lados tratando de ubicar la pelota. Salir del partido era como quien sale de la pileta sintiendo mucho frío, o entra de nuevo o se va a bañar. Así que el jugador regresaba rápido con la pelota y Cacho admirando la juventud, de a poco se iba metiendo en el partido. Los dos equipos que conformaban su campo visual eran los de camisetas y los que no las tenía puestas. Sin tener bien en claro la razón empezó a simpatizar por los de las camisetas. Seguía las jugadas con una atención que el partido no merecía y, más de una vez se insultó por dejar la manguera quieta y formar barro. Había un gordo con camiseta roja que parado dentro del área sin moverse perdía goles, y encima rezongaba a sus compañeros. Cacho lo miraba fijo, hasta que los ojos del gordo hicieron contacto con los de él. El gordo sin avisarle a nadie se encaminó para el lado de Cacho. Cruzó la zanja con exagerada dificultad y respirando como una persona con ataque de asma, le pide a Cacho un poco de agua. Él lo mira como quien mira algo repugnante y estira la manguera apuntando hacia un costado, alcanzándosela en silencio.
—Gracias, jefe —dice después de haber tomado desesperadamente.
Cacho lo mira irse y da por terminado el riego. Deja de ver el partido, que sigue tan cansino como empezó. Enrosca la manguera en su brazo y escucha que el viejo Ítalo le comenta, de lejos:
—Se va el domingo.
—¿Quién? —pregunta Cacho, confuso.
—¿Quién qué? —dice sorprendido Ítalo.
—Se va el domingo —dice, cansado, Cacho.
—El domingo —dice Ítalo, se rasca la cabeza y entra a su casa.
Cacho con la silla al revés apoya los brazos en el respaldo, fuma despacio y mira más allá del viejo ombú. Al lado Ítalo lava minuciosamente su bicicleta. La llegada del macadán sacó un personaje de la foto, agregó una prolijidad y un avance que todavía a más de uno le cuesta precisar. El olor que desprende el asfalto caliente que moja Ítalo es tan foráneo que a Cacho le molesta. Pasa un auto a una velocidad inusitada para el lugar, tanto que Ítalo mirando cómo se pierde lo señala con un trapo mojado y dice:
—Si van a ir así de rápido, tiene que volver a los pozos.
Cacho, sin dejar de mirar la nada, contesta:
—A los pozos al revés, esos… los modernos, las lomas de burro —y balbuceando un insulto entra a su casa para dormir por primera vez una larga siesta.