
El murmullo creciente de los alumnos y el dolor terrible de cabeza hicieron que, sin decir una palabra, saliera escapando del aula. Llegar antes de la hora de siempre a su casa era ver un paisaje no tan conocido. En su hogar, la mujer que hacía la limpieza no se había ido; su hijo seguía en su pieza y lo peor era que su marido seguía vegetando delante de la televisión. Se pasaba todo el santo día sin otra cosa que hacer que no hacer nada. Buscó con el último aliento el botiquín donde estaban las aspirinas. La mujer de la limpieza se fue; su hijo se acordó que estaba vivo y que podía salir al sol, y su marido dejó su letargo para subir las escaleras e ir a verla mientras tragaba las aspirinas.
—¿Por qué no estás dando clases? —dijo su marido con tono de reproche.
Una puntada asesina se le instaló en su nuca, y lo miró como tantas veces había fantaseado mirarlo. Él lo tomó como un desafío y la tiró de un sopapo a la cama.
Sabiendo que estaban solos, la dejó recuperarse mientras prendía un cigarrillo y salía al balcón. Cuando ella se acercó a él, lo hizo con una decisión que lo dejó helado. Ya a un metro y sin dejar de mirarlo a los ojos, levantó rápidamente una pierna para pasar la reja y tirarse al vacío, a la liberación.