Un padre feliz

Al grito de “¡Viva Perón!”, saltaba en todas las lomas de burro que podía, a una velocidad que, de tener sentimientos, su Fiat Spazio estaría orgulloso.

Conducía de forma suicida, que es como se piensa en lo general para llegar más rápido. Llegar al hospital significaba noticias que modificarían su vida para siempre. Después de cinco nenas que adoraba cotidianamente, pero que no eran varones, venía el varón. Venía por fin Juan y él tenía que estar para ser el primero en verlo, seguía pensando mientras su Fiat se resistía a fundir todas sus tripas. Llegó y, casi sin detener el auto, se bajó. Entró al hospital como seguido por un león y preguntó por su mujer. Le informaron que, por ser cesárea, debía esperar afuera. Contento por haber llegado y molesto por no poder presenciar, caminaba de un lado a otro, como si el mismo león imaginario que lo había seguido ahora estuviese enjaulado.

Escuchó un llanto y en sus entrañas supo que era Juan, su Juan, ese al que tanto le iba a hablar de cosas que a él lo apasionan, ese Juan que piensa llevar a ver a Racing, que piensa contarle la potencia de la lealtad, que una vez hizo juntar mucha gente en una plaza, contarle sobre unas manos abiertas y enormes saludando a un pueblo unido por un sentimiento. Al borde de las lágrimas y el colapso nervioso se abrió la puerta y escuchó su nombre como si lo hubiese llamado el General. 

Cuando tuvo a la nena en sus brazos, lloró sin reparos.

—El sentimiento no se puede explicar —murmuró la enfermera, mirando la imagen de un padre feliz.

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