Un gato salvador

El juego era cazar un pajarito como sea, tenerlo en la mano y pincharle uno o los dos ojos con el alfiler, soltarlo y ver qué pasa. Lástima que el habilidoso para cazar, justo ese verano, estaba de vacaciones. Nuestra malicia sin concretar nos ponía inquietos, fastidiosos. El Colorado me miraba aburrido y el Gordo insultaba con su trampera de porquería. Deduje que lo mejor sería calmarnos. El Colorado me tentó con la idea de pegarle al viejo loco de la cuadra, mas cuando me dijo que le regalaron un caballo viejo, lo descarté no tan convencido. Le alcancé un porro y creo que se tranquilizó. El Gordo preguntó por Lucio y todos levantamos los hombros dando a entender que no sabíamos. El Colorado mirando fijo sus zapatillas contó que una vez con un cuchillo le cortó una pata a la tortuga de su casa. Jamás escuchó a la madre decirle algo al respecto. 

Me inquietaban los alfileres en mi mano. El Gordo tiró con bronca la trampera y el Colorado hurgaba debajo de sus uñas con la punta de la navaja. Una tristeza de adrenalina postergada nos invadía. No sé por qué empezamos a discutir. El Colorado (al contrario de lo que pensé) estaba muy alterado y con la navaja en la mano miraba al gordo con los ojos inyectados con sangre. Yo sentía que mis alfi-

leres entrarían en los ojos de cualquiera de los dos con gran facilidad. Entre gritos e intenciones a penas contenidas escuchamos la voz de Lucio y, vimos que traía en sus manos, un inquieto gatito. 

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